EL MENDIGO
El niño camina lentamente. El frío cala su pequeño cuerpo entumecido. Su tapado gris, lleno de parches y remiendos, lo cubre hasta las rodillas. Pero nada puede hacer ese pequeño tapado, nada contra el cruel invierno del sur, en la Patagonia. El niño camina, lo hace como un autómata, despacio, muy despacio, con su eterna cojera acompañándolo, otro castigo más del cruel destino que le toca vivir. Todas las mañanas camina desde su casa hasta el pueblo, dos kilómetros eternos de soledad y angustia.
El niño camina, camina y piensa que todo hubiera sido diferente si su mamá estuviera viva, que lo cobijaría entre sus brazos y no permitiría que el frío llegase a él, que no sería necesario salir todas las mañanas efectuando aquel recorrido. A pesar de todo no puede sufrir, pues el sufrimiento es carne en él, es parte de su existir. ¿Qué puede hacerlo sufrir más? Ni siquiera su padre. Un padre que se ha tirado por completo al abandono y vive constantemente borracho, abandono que comenzó con la muerte de su madre cinco años atrás, justo cuando el nació. Es por eso que no le reprocha a su padre los golpes que le da, ni la exigencia de ir todos los días al pueblo a mendigar. No le reprocha esos duros castigos pues él también se siente culpable de la muerte de su madre.
El pequeño pueblo de pescadores es desgarrado constantemente por el viento y las heladas lluvias. Prácticamente más de la mitad del año, soporta un clima por demás riguroso, convirtiendo la zona en un lugar muy poco apto para vivir. Pero a pesar del clima y lo agreste del suelo, el mar tiene lo suyo para ofrecer, y a consecuencia de esa riqueza, poco a poco se han ido instalando familias, obligando a construir una parroquia, una escuela, una sala de primeros auxilios y una pequeña plaza sin árboles. En aquella plaza, el pequeño pasa gran parte de su tiempo contemplando a los niños que tienen un hogar normal, que juegan y ríen, y él ríe con ellos. Disfruta de la felicidad de los otros; roba pequeños instantes de alegría que los demás tienen, pequeños momentos que lo ayudan a sobrevivir; alimento del alma.
Muchas veces, después de recorrer casa por casa buscando la caridad de sus dueños, suele dirigirse a la zona de las barcazas abandonadas, un viejo cementerio de embarcaciones que otrora lucieran gallardas y orgullosas luchando contra la furia del mar. Hoy yacen varadas, consumidas por la sal, por el tiempo y el olvido. Allí, una vez instalado en una de las barcazas, el mendigo contempla el ocaso del día y ruega por la aparición de la luna. Blanca, enorme y redonda asoma ésta, como un faro gigantesco en medio de un océano infinito. Su haz de luz ilumina tenuemente el mar, dibujando un sendero de plata que se pierde en el horizonte. La imaginación del mendigo lo transporta a un mundo maravilloso, un mundo en el fondo del mar.
Se imagina a cientos y cientos de niños sujetando antorchas de plata, jugando en aquel mundo mágico y líquido, niños, que como él, han sido en otro tiempo huérfanos, pobres, tristes e infelices, pero que ahora se encuentran en aquel lugar hermoso en el cual pueden divertirse, un reino alejado del dolor, la angustia y las penurias de la vida. Ahora ya no tienen que preocuparse. Ahora están protegidos constantemente por el hada buena del mar, una gran mujer a quien todos los niños llaman mamá, una gran mujer a la cual él imagina con el rostro dulce de su propia madre, rostro conocido únicamente por viejas fotografías.
Después de un par de horas, y cuando el frío y el sueño lo devuelven a la realidad, encara el camino de vuelta a su hogar con una sonrisa dibujada en sus labios.
El mendigo no tiene amigos. Si bien de vez en cuando es invitado por los mismos niños que se congregan en la plaza a jugar, solo lo hacen para burlarse de él, pero él no se amedrenta y siempre va, con la vana esperanza de que algún día lo aceptarán.
Es domingo. El día amaneció gris, frío y ventoso. Gran parte del día el pueblo parece abandonado. Todos sus habitantes permanecen guarecidos en sus hogares al calor de sus estufas. Recién a la tarde el bullicio de los niños en la plaza se une al monótono lamento del viento.