LA ROCA DEL ADIÓS
Prólogo
El viento barría las almenadas murallas aullando como mil almas condenadas que pidieran misericordia. Pese al intenso frío que le sorbía el aire de los pulmones, antes tan resistentes, y le arrancaba la piel de la cara y de las manos, el hermano Hengfisk encontraba cierto placer en aquel sonido.
«Sí, así es como llorarán todos los pecadores que se burlaron del mensaje de la Madre Iglesia, incluidos, por desgracia, los menos rigurosos entre los hermanos de san Hoderund. ¡Cómo se desesperarán ante la justa ira de Dios, suplicando compasión cuando ya sea tarde, demasiado tarde...!»
De pronto se golpeó la rodilla con una piedra desprendida de una pared y se dejó caer sobre la nieve con un grito de dolor. El monje permaneció gimiendo unos instantes, pero la mordedura de las lágrimas que se helaban en sus mejillas lo obligó a ponerse nuevamente en pie. Y siguió adelante, cojeando.
La calle principal, que ascendía a través de la ciudad de Naglimund en dirección al castillo, estaba cubierta por la nieve que traía el vendaval. Las casas y las tiendas de ambos lados casi desaparecían bajo una asfixiante capa blanca, pero incluso aquellos edificios todavía no cubiertos estaban tan vacíos como los esqueletos de animales muertos tiempo atrás. En la calle no había nada más que Hengfisk y la nieve.
Cuando el viento cambió de dirección, el silbido producido en la crestería del castillo, allí en lo alto de la colina, aumentó rápidamente de volumen. El monje miró de soslayo las murallas con sus ojos saltones, y luego bajó la cabeza. Se abría paso con trabajo a través de la gris tarde, y el crujido de sus pisadas era un casi silencioso toque de tambor que acompañaba al canto del viento.
«No es de extrañar que la gente de la ciudad haya buscado refugio en la fortaleza», pensó tiritando.
A su alrededor todo eran negras bocas de idiota, debajo de los tejados, y paredes hundidas bajo el peso de la nieve. Dentro del castillo, en cambio, protegidos por la piedra y el robusto maderaje, los habitantes de la villa estarían a salvo. Habría fuegos encendidos, y los enrojecidos y joviales rostros -rostros de pecador, como recordó Hengfisk con desdén: malditos y atolondrados rostros de pecador-se reunirían para mirarlo, asombrados de que hubiese caminado tanto trecho en medio de la espantosa tempestad.
Era el mes de junen, ¿no? ¿Se habría deteriorado tanto su memoria, que ya no recordaba en qué mes estaban?
Pero, desde luego, era junen. Dos lunas llenas atrás había sido primavera, un poco fría quizá, pero eso no significaba nada para un rimmerio como Hengfisk, criado en el crudo clima del norte. No, lo extraño era que en pleno junen, el primer mes de verano, hiciese un frío tan horrible y todo estuviera lleno de nieve y hielo.
¿No se había negado el hermano Langrian a abandonar la abadía, después de todo cuanto él había hecho para devolverle la salud? «Hace un tiempo de perros, hermano -había dicho Langrian-. ¡Parece una maldición de Dios sobre la creación entera! ¡Es el día de pesar nuestras acciones!»
Bueno..., si Langrian prefería permanecer en las incendiadas ruinas de la abadía de San Hoderund, alimentándose de bayas y otros frutos del bosque (¿y qué encontraría, con un frío tan impropio de !a estación?), ¡allá él! El hermano Hengfisk no era tonto. Naglimund era el lugar adecuado para ir. El viejo obispo Anodis le daría la bienvenida, y además admiraría su agudeza por todo lo visto, así como lo que Hengfisk contara sobre lo sucedido en la abadía y también referente al temporal. Los de Naglimund se alegrarían de verlo, se encargarían de que comiese, le harían preguntas, lo dejarían sentarse junto al fuego...
«Tienen que estar enterados del mal tiempo que hace, ¿no?», pensó Hengfisk un poco atontado, mientras se ceñía más el manto crujiente de hielo. Se hallaba ya en la sombra proyectada por el muro. El blanco mundo que le había tocado atravesar durante tantos días y semanas parecía haber llegado a su término, como un precipicio que desapareciera en una pétrea nada. «Sí, tienen que estar enterados de la enorme cantidad de nieve, y de todo eso. No fue otro el motivo de que abandonaran la ciudad en busca de refugio. Y es este infame y endemoniado tiempo lo que aleja a los centinelas de sus puestos... ¿No es así?»