LICENCIA CREATIVE COMMONS © Oscar Escudero, 2011 © Bubok Publishing S.L. 2011 Fotografía: Teresa Bravo Impreso en España / Printed in Spain Impreso por Bubok teoarabi@gmail.com
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amor divino, amor profano
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amor divino, amor profano
Oscar Escudero
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Para Uma Para Lola
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Subida
Y luego a las subidas cavernas de la piedra nos iremos, que están bien escondidas, y allí nos entraremos y el mosto de granadas gustaremos. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual
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1 Amor divino, amor profano Hace ya tiempo que perdí la cabeza por un hombre que nunca me iba a corresponder. La ingenuidad y la obstinación, la desmesura y la convicción adolescente de que estaba en juego la eternidad, abultaron mis esperanzas y, al mismo, doblegaron mi voluntad hasta que fue demasiado tarde para recular. Me he preguntado hasta la saciedad qué escondía aquel hombre para hacerme cautiva a cambio de tan poco, pues todo es poco si no se entrega el corazón. Quizás no escondía nada, y la magia, el imán o lo que fuera que albergase era el producto ya no de una terca ceguera, sino de mi imaginación. Mis familiares me alertaron del peligro y no escatimaron esfuerzos para liberarme del embrujo. Inútilmente: casi veinte años después
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aun me debato entre si aquel hombre se interpuso en mi camino como si de una prueba orientada a forjar mi aprendizaje se tratase, o si fue un castigo ejemplar que el paso del tiempo ha coloreado para que no cristalice la certeza de que mi juventud se puede arrojar a la basura como una pelota de papel arrugada. ¿Qué clase de amor puede existir entre dos personas que se ven a diario, que coronan cúspides glaciales y caen en pozos infernales, pero que no se tocan, no se besan por mucho que se miren y se acerquen, y sin embargo confían mutuamente y hasta intercambian sueños y promesas henchidas de ternura? Eso sí, a decir verdad él marcaba el ritmo, despejaba el camino, dictaba las órdenes y yo acataba. Y, como hasta entonces creí que Dios había abandonado los cielos a su suerte, más tarde he acabado pensando que él vino para ocupar su asiento, el trono del amor divino, tan perfecto y solemne como inaccesible. No he conocido el rencor y atesoro un recuerdo inmaculado, prístino, precisamente porque nuestra aventura, nuestra alianza, llámala como quieras, nunca fue consumada, pero tampoco mancillada por las vulgaridades de la rutina y la mediocridad que dimana de los frutos maduros. Al no agotarme, a duras penas he conseguido dejar de esperar, y de creer. Sólo el tiempo empolvó esa efigie venerada y, para evocarla ahora debo acopiar verdaderos esfuerzos, pero hasta entonces no hacía falta porque su efigie también copaba mis pesadillas, y persistía en mis sobresaltos en mitad de la noche. Mientras respiró el aire de los días, yo me dejé llevar por su espiral vertiginosa hasta marearme y perder el sentido, pero cuando desapareció tuve que pagar una
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factura muy cara, como si en vez de ser mi Dios, hubiese sido el Diablo, ante quien, en un juicio sumarísimo, tuve que postrarme y reconocer mi culpa y cumplir condena. Insisto. Siempre lo perdoné; he oído por ahí que no conviene enemistarse con los muertos. O tal vez me he perdonado a mí misma. Siempre he tenido propensión a fustigarme por casi todo. Qué culpa tenía él de que yo me enamorase, máxime cuando nunca me dio más de lo que me prometió. ¿Qué culpa tuve yo? Tu padre me fue arrebatado de súbito en el ecuador de una partida que yo pretendía ganar, o lo que es lo mismo, lidiaba contra su escepticismo hacia mi persona, aun jugando sin más estrategia que la confianza plena en mis encantos. Como supe más tarde, de haber proseguido la partida no habría alcanzado la victoria porque remaba a contracorriente, empezando por la confusión del rival. Porque fui parte de un juego a veces ominoso, a veces benévolo pero nunca inocente, fui, en suma, peón de otro damero. Con la lección asumida de que no hay más amor que uno y que el mío se me escapó de las manos, di un portazo al advenimiento de estrellas cegadoras y otros espejismos. He guardado fidelidad a ese hombre después de muerto. Para qué revivir un sucedáneo si no es para reafirmar que entonces perdí la inocencia, para qué endosar a mis amantes eventuales la frustración que cargo sobre mis hombros. Pero la noche nunca da respiro a las almas envilecidas. Tan pronto cesaron las pesadillas con tu padre, empecé a sufrirlas contigo. O, mejor dicho. Empecé a tenerlas conmigo, respecto a elegir el momento oportuno para desvelarte toda la verdad. A veces