ISOLDE

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       Nunca sabré con certeza, si la situación en la que hoy me encuentro fue debida a una extraña casualidad, a la transitoria levedad de mis sentidos provocada por el dolor de mi reciente perdida, o tal vez a la enajenación momentánea producida por el embrujo de una mujer. Una mujer por la que todos suspiraban, pero de la que todos se cuidaban por creerla una hechicera. ¿Pero como podía yo creer semejantes estulticias, estando como estaba sometido a padecimientos mucho más elevados? ¿Como podía dar pábulo a las creencias de que aquella mujer que acababa de salvarme la vida podría hacerme algún daño? Pero debí creerlo, debí darme cuenta de que no era cosa normal ni un hecho frecuente, que a solo dos días de la muerte de mi idolatrada Isolde me entregara a los brazos lujuriosos de otra mujer del modo en que lo hice, sin sombra de culpa ni remordimiento  y sumergido completamente en las aguas del Leteo. Pero así ocurrió y debo ser ahora consecuente con mis actos, cargar con la inefable culpa que me atormenta, y el castigo eterno al que estoy condenado.

      Mi esposa, como ya mencioné, había fallecido hacía escasos días a causa de una enfermedad de la que había estado aquejada desde el día en que nació. A los pocos minutos de ver la luz por primera vez, su cuerpo quedó inmóvil, cesó su respiración y todo indicio de vida la abandonó. Todos pensaron que la niña había fallecido, así que, amortajaron el pequeño cadáver, cavaron su tumba, y cuando todo estaba ya dispuesto la niña estallo en un llanto inconsolable, no en vano, pues solo nacer ya había sido invitada al reino de los muertos.

      Se le diagnostico una fatal enfermedad; un mal que la permanecería atada al miedo, al sufrimiento y a la incertidumbre para el resto de su vida. Las crisis acechaban en cada momento, a pesar de ello, solían tomarnos siempre por sorpresa y cada una, era peor que la anterior. Isolde caía en un trance profundo, en un sueño aletargado y paralizador, que asemejaba en todo a la muerte; el contorno del rostro contraído, la palidez marmórea de los labios y el rápido enfriamiento de su cuerpo. —Que fina y difusa puede ser en ocasiones, la línea que separa la vida de la muerte—. Pero el aspecto más aterrador de aquella fatal enfermedad, era la angustia indescriptible que experimentaba cada vez que se producía un ataque, pues, a pesar de no poder moverse, de no poder emitir ni el más leve sonido, era absolutamente consciente de todo lo que ocurría a su alrededor. Tenia que luchar contra el pánico enloquecedor que le producía el pensar, que pudiera verse enterrada viva, aunque ella sabia, que yo siempre velaba para que aquello no ocurriera.

      Nuestro amor era apasionado, fuerte e inquebrantable, apurábamos minuto a minuto la felicidad, pues la sabíamos frágil. La belleza de Isolde, aun torturada por la enfermedad era etérea como la de los ángeles, y su alma  pura la convertía en la más dulce de las criaturas. Sin embargo, en sus ojos podía ver en ocasiones un fuego, una fuerza, que aun sin quererlo me perturbaba.

      Una noche, después de volver de una de aquellas crisis que fue inusualmente larga, entre sollozos y abrazándome  con la crispación que solo los que han conocido el verdadero horror pueden experimentar, me suplicó que jamás la enterrara, que no podía soportar la idea de despertar en una fría tumba, que no quería morir de un manera tan atroz.  En los días que siguieron, las pesadillas la atormentaron sin tregua, vagaba sumida en una obsesiva melancolía, acosada por el horrible peligro al cual estaba expuesta. Con el afán de distraerla y por unas horas alejar de su mente los aciagos pensamientos que la consumían, la llevé a dar un paseo por la pequeña playa a la cual se accedía desde nuestra casa a través de un estrecho sendero pedregoso. La tarde era fresca y disfrutamos de una hermosa puesta de sol; el azul del cielo transgredía su color mezclándose con el rojo y el añil, las plácidas olas lamian la arena en una dulce caricia, y los dos aspiramos el aroma del mar. Isolde recogió una caracola que la resaca había depositado en la arena y, en aquel momento, el brillo de la esperanza iluminó sus ojos que me miraron expectantes, mientras el color volvía a sus demacradas mejillas. Su voz aterciopelada, pareció elevarse sobre el rumor de las olas cuando me hizo jurar por lo más sagrado, que si volvía a caer en el falso sueño de la muerte y al pasar de los días todo indicaba que no había retorno, le daría sepultura y pondría entre sus manos la caracola, de este modo, si despertaba la haría sonar, y yo sabría que seguía con vida. Yo por supuesto lo jure, apelando a Dios como testigo de mi juramento. No obstante, me pregunté como podría oírla; el cementerio se hallaba al otro lado del pueblo y nuestra casa a dos kilómetros de él.  Pero entonces, ella me señalo una gran cavidad en el promontorio rocoso allá donde acababa la playa —allí —me dijo—, esa gruta será mi tumba, está cerca de casa y si te llamo podrás oírme.

      Nos abrazamos y le aseguré que jamás ocurriría tal cosa, pero que si este era su deseo, aquella cueva seria su última morada. No tuvo que pasar mucho tiempo. Isolde tuvo un devastador ataque del cual no se recuperaba, los días iban pasando y yo me negaba a aceptar la evidencia que la razón me dictaba. Pero viendo que su cuerpo empezaba a dar señales de lo inevitable, lloré amargamente su perdida, y en una noche lúgubre azotada por el frio aliento del aquilón, la llevé con mis propias manos a la tumba. Pasé dos días en la más profunda tristeza, sumido en desvaríos y creyendo escuchar en la noche el sonido de la caracola. Pero nunca sucedió.

      Pasados unos días, me decidí a acercarme al pueblo para calmar la soledad que me estaba enloqueciendo. Entré en la taberna y con una jarra de vino apacigüé mi dolor abandonándome a los placeres de Dionisio. Del resto de aquella noche, vagamente tengo recuerdos. Solo sé que quise volver a casa ya muy adentrada la noche, iba dando tumbos y no puedo recordar nada más. Desperté confuso en mi cama y velándome estaba Moira; la de talle fino, ojos de éter y melena de azabache… ¡la hechicera! Me había estado cuidando, pero sospecho que de alguna forma caí embrujado en sus redes, me entregué a la salvaje lujuria que me ofrecía, olvidándome del mundo y pérdida la razón. En algún momento de aquellos tórridos días debió sonar la caracola, el llanto silente de Isolde, pero yo, al abrigo de la lascivia no escuche su llamada. Y una mañana, desperté con un sabor amargo en los labios y me sacudió un sobresalto al volverme y ver el rostro de Moira; estaba petrificado en una horrible máscara de espanto, su otrora hermosa melena había encanecido, y sus ojos permanecían fijos ya para siempre en algún punto de la habitación. Seguí su mirada y enseguida mi atención se vio requerida por algo que resaltaba en la pared, lo alumbré con una vela y las frías garras del miedo oprimieron mi corazón; unas palabras escritas con sangre aparecieron ante mi: “pacta sunt servanda”. Mis pocas nociones de latín me bastaron para entender el significado y comprender… “un pacto obliga”

      Bajé a la playa enloquecido por una terrible premonición. Aparté sin ayuda la pesada roca que cubría la entrada de la tumba —aun hoy no se como fui capaz de tal proeza—, lo que allí encontré fue suficiente para saber que mi vida ya nunca seria la misma, que la culpa me perseguiría hasta el fin de mis días y que ni en la muerte posiblemente encontraría descanso. Allí, en la penumbra apenas disipada por la pálida luz de la luna, vi a Isolde…o lo que un día fue Isolde. Porque en medio de aquel sepulcro y colgado de un saliente de la bóveda, su cuerpo sin vida se bamboleaba desnudo, mostrando sin pudor la detestable putrefacción, a sus pies, descansaba la estéril y olvidada caracola. ¡Había despertado! Y desesperada al comprender que no iría en su busca, se había ahorcado con su propia mortaja. Sus ojos desencajados, parecieron cobrar vida y llenos de furor se clavaron en mí con una expresión de triunfante malignidad. Empecé a sentir en el pecho una comezón que me obligo a quitarme la camisa y, con estupefacción, vi que en mi torso aparecían en relieve y marcadas con el resplandor del fuego, otra vez las mismas palabras: “pacta sunt servanda”. Supe entonces, que jamás podría librarme de ella, que al romper mi juramento había invocado una terrible maldición.

      Desde entonces, cada noche y a la hora en que el reloj en su zenit marca el inicio de un nuevo día, sin falta viene a visitarme. Pero si hubo un tiempo que con sólo su presencia se llenaba mi vida de alegría, ahora espero su llegada con una mezcla de morbosa impaciencia e inquietud nerviosa. Porque Isolde ha cambiado, ya no es la misma que fue, y tampoco lo es su apariencia todas las noches. Unas veces, una cascada de suaves suspiros y murmullos la precede, y llega hermosa, radiante, me envuelve en su abrazo voluptuoso y en mi cuerpo encendido por el deseo posa sus labios de hielo. Pero otras veces, un crujir de dientes la acompaña, y la Isolde que con lascivia yace conmigo es un ser repulsivo, algo ante lo que la imaginación más osada retrocedería.

      Noche tras noche, siento como absorbe lentamente mi energía, mi vida se desliza a través de una consciencia letárgica en la que mi único anhelo es su próxima visita. Este es mi castigo, es el precio que debo pagar, porque… un pacto jamás debe romperse.

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⏰ Última actualización: May 05, 2013 ⏰

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