Los dioses no pueden estar equivocados

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Los dioses no pueden estar equivocados

Por: Aurora Seldon

¿Qué es la Navidad? Es la ternura del pasado, el valor del presente y la esperanza del futuro.

Agnes M. Pharo

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Corría el año 1763 y el Puerto del Callao seguía siendo el principal centro de comercio entre los virreinatos de América del Sur y España. El San Damián, navío portador de pliegos de la corona destinados al virrey don Manuel Amat y Juniet, atracó en la bahía del Callao, procedente de la península ibérica, un cálido día de noviembre, en el que la neblina que cubría la costa comenzaba a disiparse.

Los pasajeros del barco contemplaron con admiración la impresionante edificación que constituía la Fortaleza del Real Felipe, culminada en 1761, luego de veintisiete años de construcción.

Las conversaciones variaban desde las críticas a la administración del virrey Amat y sus devaneos amorosos con La Perricholi, actriz que había llegado a la fama gracias a esa comentada relación; hasta las opiniones encontradas sobre el modo en el que se debería modificar la administración de los Corregimientos, diseminados por el virreinato del Perú.

Sólo un hombre no prestaba atención a las conversaciones y, apartado de todo, miraba el mar.

Se llamaba Sebastián de Arellano, un joven de veinticuatro años que venía por segunda vez al Perú para hacerse cargo de la cuantiosa herencia que dejara su tío.

Sebastián era un joven idealista y melancólico, de rostro tan agraciado que solía atraer las miradas femeninas y la envidia masculina, sin que esto pareciera interesarle demasiado. Apoyado en la barandilla del barco, alzó una mano para acomodar sus rubios cabellos, agitados por la brisa del mar. Se había visto forzado a interrumpir sus estudios de Jurisprudencia en España, para venir a lo que sería sin duda una larga estancia, pues como único heredero, debía hacerse cargo de administrar las posesiones del difunto Joaquín de Arellano, propietario de una mina en el Alto Perú, una hacienda en las afueras de Lima y una casona solariega en pleno centro de La Ciudad de los Reyes.

Pero no era la perspectiva de la importante herencia lo que lo tenía tan pensativo. No.

Eran los recuerdos.

El joven había pasado su niñez en Lima, ya que su padre, militar de profesión, había sido destacado a esa ciudad cuando él contaba con tres años de edad y su madre, conocedora de las licenciosas vidas que llevaban los militares en las colonias, decidió acompañarlo. Así, habían transcurrido diez años en los que el pequeño vivió en la enorme hacienda que ahora heredaría, contando como único compañero de juegos con el niño Diego, hijo natural de don Joaquín de Arellano y de Palla Yupanqui, bautizada como María Luisa, descendiente, según se decía, del Inca Túpac Yupanqui (1).

Los recuerdos de Sebastián sobre su infancia eran lejanos. Sabía que esa había sido una época feliz y sin preocupaciones, en la que ninguna travesura de las que hacía con Diego parecía suficiente, pues siempre estaban inventando algo más, donde siempre había tiempo para jugar y reír, y en la que las diferencias sociales y raciales no tenían ningún sentido para ellos.

Pero también había algo en lo que no debía pensar. ALGO MALO, como decía cuando era pequeño. Había desterrado ese recuerdo en lo más profundo de su ser, puesto que sólo pensar en ello era pecado.

Volvió a acomodarse el cabello y respondió, distraído, a una pregunta de otro pasajero, quien luego de echarle una ojeada se alejó, dejándolo sumido en sus cavilaciones.

Sí, su infancia en el Perú había sido dichosa. Sin embargo, cuando tenía trece años, su padre había sido destacado a España y la familia había vuelto a su patria. Allí, Sebastián procuró olvidar su vida en las colonias, enterrando el recuerdo de ALGO MALO. En los siguientes años hizo nuevos amigos, asistió a un importante colegio religioso, sepultó a sus padres y comenzó a estudiar en la universidad. No se enamoró jamás, no había tenido tiempo para eso.

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