Capítulo 50.

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KAYLA. Hace 202 años.

Me llevaron hasta el cobertizo del jardín, donde esperaba un hombre anciano, muy alto y delgado. Las canas le sobresalían bajo el sombrero de paja, y el mono de trabajo que llevaba -manchado de tierra-, le venía demasiado holgado.

Tropecé con mis propios pies en un charco de barro, pero a tiempo para ver cómo compartían un asentimiento de cabeza el jardinero y Kaitlyn.

Lo comprendí. Había acabado en el nido de las serpientes. Aquella casa estaba de Quiméricos por todas partes.

Faltaban pocos minutos para que se hiciera totalmente de noche, y el jardín, que antes me había parecido encantador, se estaba volviendo tenebroso. Comenzaba a alzarse un viento gélido, y unas nubes de tormenta, propias del otoño, perseguían la luna. Mi cuerpo humano era débil y titiritaba.

Echaba de menos el calor de Jonathan.

-Llevaos a Jonathan dentro- ordenó su hermana.

-¿Qué?- exclamó.

-Padre te está esperando. Él te lo explicará todo.

Erguí la cabeza enseguida y lo busqué frenéticamente con la mirada en la oscuridad. Estaba dudando. Tenía la mirada fija en mí, aunque esquivaba la mía.

-Pero voy a volver- su voz, aunque tensa, no dudó.

Kaitlyn suspiró, impaciente.

-No le pasará nada.

La mano de uno de los jinetes me atenazó la nuca y me empujó hacia delante, haciéndome entrar en el cobertizo. Me giré tan rápidamente hacia él que se sobresaltó.

Enseñé los dientes.

-Si sigues vivo es gracias al señor Etherdeath- gruñí-. No lo olvides.

Vi venir su cuchillo de Akasha media hora antes, pero no lo esquivé. Quería que se confiaran. Me hizo un corte profundo en la mejilla que comenzó a humear al instante. Jadeé por el dolor lacerante, pero no arqueé ni una ceja. Luego decidí escupirle a la cara.

-Ya basta, Graham- le cortó Kaitlyn cuando éste iba abalanzarse sobre mí y yo comenzaba a extender mis alas.

Graham me obligó a apartarme cuando Kaitlyn entró en aquel espacio reducido y angosto, lleno de objetos -herramientas de jardinería, supuse- que por la noche a penas eran figuras desconocidas que creaban sombras y relieves. Se agachó, su falda formando delicados pliegues en la madera, y abrió una trampilla que daba a la más absoluta oscuridad.

Abrí la boca para declarar que no pensaba meterme allí dentro, pero fue otro de los esbirros de Kaitlyn quien lo hizo, bajando por unas escaleras de madera podrida que crujían en cada paso. Escuchamos el eco de sus pisadas en un suelo de piedra. Por lo visto encendió una antorcha, porque la trampilla se iluminó de pronto. Bajó otro de los jinetes, y luego lo hice yo.

El sótano era mucho más ancho que el cobertizo. Casi un tercio de la estancia había sido separada por una celda rodeada de barrotes de un metal reluciente y ajeno a la humedad, el olvido y el paso del tiempo. Su puerta se encontraba abierta, en una insinuación dedicada a mí.

En la pared más alejada a la trampilla, se encontraba otra puerta. Un pasadizo secreto, una salida de emergencia.

Graham me empujó con tanta fuerza que cualquier mujer se hubiera destrozado el cráneo contra el metal. Yo entré caminando tranquilamente.

-Ten, cúbrete- el otro hombre me lanzó una tela sucia arrugando la nariz.

Apreté tanto la mandíbula que los oídos me pitaron. Emanaba indignación en oleadas.

En cualquier otra situación ya estarían todos muertos. Y muertos de miedo, también. Les hubiera hecho tragarse sus propios intestinos junto con el desprecio que se leía en su rostro. A mí.

A mí, justamente.

Deseada tanto por Iluminados como por Desterrados. Al igual que cualquier humano. Una raza tan frágil, débil, mundana. Que se volvía polvo con un ligero golpe en el lugar adecuado; con un trago de la bebida equivocada. Como humo. Insectos.

No tenían ni idea (¡ni idea!) del respeto que tendrían que profesar hacia Jonathan a pesar de su ignorancia. Él era el único motivo por el que seguían con vida.

Fijé mi mirada en la nuca de ambos Quiméricos, que ya se dirigían hacia la salida. Ningún humano se había atrevido hasta entonces darme la espalda. Inspiré hondo, controlándome para no producir ningún tipo de feromona.

Debía tranquilizarme.

Todo saldría bien.

Por favor, que todo saliese bien.

Debía controlar mis impulsos. Pensar con frialdad. Seguía Conectada con Cain, y lo último que necesitaba era enviarle alguna emoción o pensamiento desbocado. Imaginé lo que ocurriría si Cain se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo.

No me moví cuando los dos Quiméricos cerraron la puerta de mi celda de Akasha y se dirigieron tranquilamente hacia la trampilla, donde les esperaba Kaitlyn.

Abrí la boca para preguntarles qué iban a hacer conmigo o qué iba a pasar con Jonathan. Jamás les daría esa satisfacción.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora