Capitulo uno

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El click del gatillo resonaba en la conciencia de Martin como un suave placer sin precedentes, estaba listo!, preparado!. Enfocó a su primera víctima en el blanco, observó por la mira del revólver el esplendor de la vida transmitida a través de la tranquilidad de su sonrisa; apuntó justo donde quería, en cualquier parte de su cabeza, quería ser preciso, rápido; pues lo último que esperaba es que su víctima logre verlo y él choque con la mirada desolada, resignada, de cuando se está perdiendo la vida; es algo que ni él se sentía preparado a abordar, aunque sin embargo se terminaría convirtiendo en un mal necesario. Nunca antes había asesinado a nadie, todo esto era nuevo para él, pero a pesar de aquello, ese momento ya estaba decidido. Respiró profundo, cerró los ojos casi como bendiciendo el momento y junto con su aliento que se diluía en el viento el estruendo desgarró sus escasos pensamientos, y él sintió como si de su exhalación haya salido el proyectil.

La potencia de su Rossi Modelo 713 de calibre 38 literalmente destrozó medio cráneo de el desafortunado ser a unos cincuenta metros de distancia aproximadamente; su primera víctima era uno de aquellos jóvenes sumidos en la moda del momento con una cabellera tipo indio mohawk donde ya no quedaba nada más que sangre, residuos de cráneo y cerebro diseminados en todo el perímetro. Sus acompañantes dos jóvenes al parecer todos universitarios se quedaron estupefactos con la mano en la boca dando pasos torpes hacia atrás, uno de ellos tropezó y cayó sentado sin poder sostener el vómito producto de aquella desagradable escena, de tal manera que Martín aprovechó para asestar una bala en su pecho el cual lo apagó instantáneamente como quien aplasta a un mosquito. Quedó de espaldas al suelo, tendido con los ojos viendo inerte-mente hacia la nada y un gran agujero en el pecho; el otro joven que empezó a correr fue alcanzado por la acción rápida de la regresión del gatillo y los rápidos sentidos de Martín que le producían una adrenalina hasta ahora no conocida en su interior. La gente alrededor empezó su desesperado éxodo hacia cualquier sitio seguro, así que Martín empezó a disparar prácticamente hacia todo lo que se moviera tratando que sus balas acierten al menos en un noventa por ciento de disparos llevándose más almas inocentes consigo y produciendo así con cada detonación un ligero eco que se esparcía por las calles y avenidas de Guayaquil como agua buscando su caudal.

Luego soltó el arma en el piso pues tenía todas dispuestas alrededor del halo en el que premeditadamente eligió como punto de la masacre: El Faro del Cerro Santa Ana; e inmediatamente cogió una escopeta dispuesta a su lado y detonó una lluvia de perdigones antes de que la gente se le escapara, apagando el brillo de familias enteras que disponían a pasear en un día festivo como el 9 de octubre que se celebra La Independencia de Guayaquil. Martín ni siquiera tuvo una pizca de piedad, ni una imagen desgarradora tocaba su sensibilidad puesto que él se preparó especialmente para este momento; quebrantarse y dudar significaba morir.

La lluvia de plomo caía durante varios minutos, hasta que gran parte de la gente huyó; unas por las escalinatas donde si no morían por el metal morían aplastadas entre sus propias masas, las otras tirándose por los bordillos y escondiéndose detrás de esquinas y basureros o pancartas donde Martín las torturaba con su fusil disparando hasta deshacer su escudo y acribillar con toda precisión a las víctimas pues él se había hecho con gran parte de armamento pesado. En su posesión y dispuestos alrededor tenía: dos AK 47 y cinco cajas con cincuenta proyectiles cada una, tenía un revólver Glock 9mm, una Beretta y una Rossi modelo 713 de calibre 38, cuatro sub-ametralladoras dos en el piso y dos en los cinturones de brillante y reluciente cuero alrededor del torso; tenía dos escopetas una de cañón largo y una de cañón corto la cual ampliaba mucho más el campo de alcance de las municiones, un rifle de largo alcance de fabricación artesanal con una mira de 2000 metros de alcance, un chaleco antibalas de Kevlar, dos granadas de mano y una ametralladora de munición continua, binoculares de largo alcance y suministros alimenticios. También se había hecho con un lanzacohetes antiaéreo modelo China Lake. Martín parecía haberse preparado para la guerra.

El brillo del sol se reflejaba en los charcos de sangre alrededor de las víctimas, ya no quedaba nadie en el perímetro más que cuerpos dispuestos uno encima de otro, y algunos sollozos de los supervivientes que lograron ocultarse a buen recaudo, pero quienes fueron a su vez testigos de la masacre que se producía en contra de familiares, amigos y desconocidos. Martín buscó entre su maleta unos binoculares que tenían como propósito especial observar si alguien había quedado vivo después de la faena; al más mínimo movimiento Martín acertaba tiros sobre la humanidad de aquellos cuerpos moribundos no precisamente para terminar con el dolor que estos expresaban en sus rostros, sino más bien para sentirse liberado de esos pobres espíritus que yacían ahí entre apunto de apagarse y seguir titilando sus pequeños respiros en las últimas visiones de la vida; de tal manera que Martín se sentía realizado por así decirlo, aunque no llevaba ninguna expresión en el rostro (y no la llevaba desde hace mucho), pero se podría decir que dentro de sí había sentido que estaba cumpliendo su objetivo y esa era una satisfacción que aunque no la demostrara por fuera, en su interior estaba llenando esa parte vacía que tenía sin que nada ni nadie haya podido tan siquiera empezar a llenar.

Cuando finalmente Martín cesa el fuego se percibe una suave vibración en el ambiente silencioso, incluso los autos se habían detenido en la vía del malecón hacia el túnel que atraviesa el cerro Santa Ana para curiosear y lamentar lo que estaba pasando sin imaginar que sería el peor error que cometieron en sus vidas.

La vibración poco a poco llegaba a la mente de Martín como un suave canto de sirenas, un silbido que generaba un placer intenso producto del miedo y el poder, Martín se estaba convirtiendo en un hervidero de adrenalina. El sonido poco a poco se iba haciendo eco entre las calles y acercándose más hasta Martín, el mismo que estupefacto, o más bien como maravillado mirando hacia la nada como quien lo hace cuando quiere escuchar el mar en un caparazón de caracola; dejó caer el fusil, mientras soltó una media sonrisa casi macabra y se dijo asimismo con voz queda: -esto recién esta empezando!-.


Guayaquil de mis horroresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora