¿Y qué otra cosa puedo hacer sino mirar hacia delante?
El suelo está demasiado sucio como para observarlo eternamente... A veces alzo la cabeza lo suficiente como para apreciar la hermosura del cielo, la magia del presente que la vida regala a cada individuo. Y disfruto. Solo en esos instantes--infinitos en el preciso momento en el que los vivo--disfruto. Porque son pedazos de risa. Porque son pedazos de canciones. Porque son pedazos de bailes. Porque son pedazos de nada más. ¿Pero cuántos pedazos de cielo corresponden a cada persona? ¿Cuantos pedazos de universo me corresponden a mi? ¿Uno? ¿Cientos? ¿Todo el cosmos? En el fondo sé la respuesta. Es mi elección dejar atrás lo que hay que dejar atrás, es mi elección empujar lo que hay que empujar y cargar con lo que hay que cargar. Pero es muy difícil llevar tanto tiempo tanto peso, y siempre queda mirar hacia delante. Aunque sean solo un par de metros más allá. Vivir con las expectativas de un futuro perfecto, aunque llegue rápido y muestre su verdadera cara. Sé que ese es el problema. Sé que llegaré tan rápido que no habré olvidado cómo debía haber sido ese momento.
La prisa encontrará hogar en mí. Pasará todo tan rápido que jamás superaré el miedo oscuro a que quién me persigue logre por fin darme caza mientras cruzo la calle embarrada.
En ocasiones, la belleza del presente se muestra con más fuerza. Abro los ojos parece que todo es más luminoso. Por algún motivo, todo a mi alrededor parece absorber algo menos de la luz solar y brillar. Aunque esa sensación no dura mucho, normalmente es suficiente para apreciar que las verdes hojas de los castaños solo dejan pasar luz suficiente como para que pueda apreciar el color y distinguir la forma del ramaje. Para que todos los sonidos--coches, risas, mis propios pasos-- se sincronicen en lo que parece ser la banda sonora perfecta para mi vida.
Pero hoy, nada de esto pasa. Nada brilla. Es más, incluso parece que un velo imperceptible oscurece el mundo a mi alrededor. Hoy la incertidumbre y la inseguridad quieren tomar las riendas de mi vida, y yo, desganada, apenas lucho por evitarlo.
Me dirijo a la parada del autobús, vuelvo a casa. Hacía unas horas estaba siendo un día largo, sumergida en la monotonía de cada clase. Ya no. Ha sido un día corto, una semana corta, un mes corto, una vida corta. Hoy, en mi decimoquinto cumpleaños, el pasar del tiempo me abruma más que nunca. Lo ya vivido parece una ilusión, una mentira, un sueño. Pienso en lo que me queda. ¿Minutos? ¿Días? ¿Años? ¿Decadas? Nadie lo sabe. Pero cuando sea el final, ¿cómo sabré distinguir lo que tuvo origen en mi imaginación de lo que pasó en la realidad?
Suspiro.
Intento que todo brille, en vano.
El sol, se está poniendo. Donde muere el día hay un cielo naranja que se funde con unas nubes ahora de algodón de azúcar rosa. Noto el vestigio de la apreciación de la belleza de la parte racional que aún se encuentra en mi--la mayor parte del tiempo inactiva--en la parte de atrás de mi mente. No consigue florecer, ni metamorfosearse en pinceladas de felicidad. Esta incapacidad me recuerda lo inane de mi existencia.
Cruzo por un camino originado por cientos de personas al atajar atravesando la extensión de césped. El hecho de que cientos de personas hayan pasado antes que yo por este mismo lugar, aplastando la hierba hasta que finalmente se convirtió en un camino de tierra rodeado de hierba me reconforta ligeramente. Tanto es así que me dispongo a encontrar y a acompasar los sonidos de mi alrededor con mi visión de la vida.
Escucho el silencio.
Porque el sonido me resulta familiar, me cuesta unos segundos reconocer que en verdad no hay silencio, sino un ritmo acelerado de pasos que cada vez suena más cercano. Me vuelvo sobre mi misma para ver quién me sigue.
Una señora entrada en los sesenta años, de cabello blanco y cortado al seis anda con fuerza. Lleva una chaqueta impermeable verde y unos pantalones de chándal. En la mano sostiene un sobre. Su cara arrugada tiene una expresión seria y decidida, casi enfadada. No me mira. Mira al horizonte. A cada paso se inclina para los lados, pero con una fuerza nada propia de una persona de esa edad. Las botas de monte que lleva producen un sonido exagerado.
Me estremezco. El estómago se me encoge.
La parte racional en mi se vuelve a activar y me dice que no me sigue. Que cogerá el camino que rodea la hierba; al fin y al cabo, le pilla más cerca y no se manchará.
Pero coge el camino en la hierba.
Finjo que miro la hora, aunque no tengo reloj. Me salgo de camino. Entro en el césped y acelero el ritmo.
La mujer, a mi parecer, demente se acerca. El sonido de sus pasos es fuerte hasta en tierra. Aplasta palos, alguna hoja seca, pero sobre todo retumba con fuerza. Los latidos de mi corazón se aceleran cuando gira la cabeza y me mira. El tiempo se estira. Son solo unos instantes, pero soy consciente de cada milésima de segundo que pasa. El tiempo pesa más que nunca.
Pienso que vendrá a por mi.
Sin embargo, vuelve a girar la cabeza y echa a correr.
Me quedo quieta, en el sitio. La parte racional en mí se despierta con más fuerza, esta vez para castigarme. "Te miraba porque tú la mirabas fijamente." "Paranoia, qué vergüenza. Pobre señora." "Tú eres la que está loca."
Camino mirando al suelo, de vuelta al camino embarrado. Es por esto último por lo que veo el sobre blanco que yace en el suelo, ajeno a mis pensamientos. Me agacho y lo cojo.
Es el sobre que la señora sostenía.
Lo abro, con miedo. Contiene un folio blanco doblado por la mitad. Lo desdoblo. Una sola palabra escrita en mayúsculas con tinta roja irregularmente con una caligrafía retorcida ocupa el centro de la hoja. Me estremezco. Miro a mi alrededor. No hay nadie. Abro la boca y un grito mudo se me escapa.
F ELI C I D A DES