Parte 1.

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Mi familia siempre había dado que hablar en el barrio. Cuando todo el mundo vio a mi padre salir de casa abrazado por una mujer que no era mi madre, fuimos el tema de debate por días. Todos hablaban de nosotros como si fuéramos la peor de las familias, y criticaban todos nuestros movimientos. La reputación fue algo que siempre importó en la familia; a mi no me movía un pelo en absoluto. Nunca me interesó lo que se dijera de mi o de mis familiares, y menos ahora.

Nuestro punto máximo de popularidad fue cuando mamá perdonó a mi padre. Discutí con ella toda la tarde. Ella hablaba y hablaba de cómo nuestra reputación se había ido barranca abajo, y que si ellos estaban juntos, el asunto se olvidaría en cuestión de días. Lo que mamá no entendió nunca, es que lo único que se había ido barranca abajo en ese entonces era su dignidad. Seguramente todas las mujeres pensaban en lo tonta que había sido. Yo también.

Mientras vivíamos en esa pantomima de familia feliz, y tapábamos el sol con un dedo, todos dejaron de hablar de nosotros. Ya nadie hablaba de la mujer engañada, ni de lo linda que era la amante de mi padre, ni del mal humor de mi hermana. Ni siquiera hablaban de mi indiferencia hacia ellos. Todos hablaban de la familia que se había mudado a la casa de al lado. Tiempo antes, una empresa constructora iba a menudo para hacerle algunas reparaciones: cañerías, electricidad, control de plagas.

Cuando se mudaron, todos hablaban de lo poco simpáticos que eran. También comentaban sobre las discusiones en la noche, gritos e insultos. Al rato, una pareja de la edad de mis padres, se sentaba en los escalones de la puerta de entrada y lloraban desconsoladamente varios minutos. Lo que más extrañaba (y hasta les asustaba) era el sonido de una guitarra a las tres. Todas las madrugadas. Dicen que a las tres es la hora de los espíritus, y por eso había revuelo en las casas aledañas a "La Gente Maldita", incluida la mía.

Nadie los denunciaba porque tenían miedo a represalias. Creían que solo iban a estar unas semanas en la casa y luego se irían. Eso era lo que ellos esperaban, eso fue lo que no pasó. Los gritos, discusiones, llantos, y la guitarra continuaron los siguientes tres meses. Yo no les tenía miedo, al contrario. La melodía de la guitarra me transmitió paz y confianza desde la primera vez que la escuché. Inclusive esperaba hasta las tres para escuchar. Pasaba las madrugadas en mi cama mirando al techo, mientras la luz de la luna entraba de lleno en mi cuarto.

Una de esas noches, salí a ver quién tocaba la guitarra, como siempre lo hacía. Se volvió a formar la silueta de una chica a través de la cortina, como todas las madrugadas. Reconocí la canción: Teen Idle, de Marina and the Diamonds. La cantaba en mi mente, y chasqueaba los dedos acompañando. Una vez terminada la canción, ella levantó la cortina para mirar la luna, y ahí la conocí. No era la más bella de las chicas, ni voluptuosa; ni siquiera tenía el mejor de los pijamas. Pero si tenía un pelo perfecto. Miró hacia mi ventana y corrió la cortina rápidamente. Segundos después, apagó la luz y no la vi más. Me preguntaba si podía ir a golpear su puerta; saludarla, saber su nombre, y decirle lo bien que toca. Pero aunque sus padres no me daban miedo, tampoco me generaban confianza, y si bien los veía irse temprano, jamás logré verlos llegar. Y no quería tenerlos frente a frente.

Habían pasado tres días desde la última vez que la vi, tres días que me dormía temprano, tres días que ella no tocaba. Tres días sin ver la silueta al otro lado de la cortina. Hasta que volvió. Corrí a la ventana, y de la emoción casi tiré mi guitarra. Mi guitarra. Volví a buscarla y me senté frente a la ventana. Estaba tocando Honesty, de Billie Joel. La acompañé, y ella me escuchó. Se detuvo de repente, y bajó su cabeza. Tuve miedo de arruinarlo todo otra vez, hasta que corrió la cortina y agitó su mano hacia mi. Me está saludando. Respondí el saludo y desde entonces jamás dejamos de tocar la guitarra juntos.

Una tarde de invierno, tomé valor y decidí ir a hablarle. Esperé a que sus padres se fueran, y corrí a su ventana con piedras en la mano. Tiré cinco y esperé. Tiré cinco más y seguí esperando. En un momento desistí, y di vuelta para ir a casa.

— Deberías aprender a esperar, no a todos nos gusta levantarnos temprano -su voz armoniosa inundó mis oídos. Era suave, pero segura.

— Lo siento, pensé que estabas despierta.

— ¿A las 7? ¿En vacaciones? No creo.

— Bueno, pero aquí estás. Daniel Lagorio.

— Evalia Lorentino. Puedes llamarme Eva, es más fácil e interesante.

— Evalia es un nombre bonito.

— Sí, a veces -el silencio nos invadió. No sabía qué decirle, ni tampoco qué hacer conmigo mismo-. ¿No estás muy desabrigado?

— Eso creo. Igualmente, solo venía hasta aquí. ¿Quieres venir a caminar?

— No puedo salir. Aunque no lo veamos, el sol está, y los rayos me hacen mal a la piel.

— Oh vamos, es solo un rato.

— No puedo Daniel, en serio. Y tengo que irme, adiós.

Cerró la ventana rápidamente y bajó la cortina. Hice silencio y no escuché nada desde arriba. No me tocaba más que esperar a la madrugada.


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