Qué calor hace. Siento la nuca empapada de sudor y en el pecho una opresión que no me deja respirar con normalidad. El pronóstico del tiempo augura un verano tórrido y debe ser cierto, queda casi un mes para el solsticio y ya se han superado los treinta grados. Me pregunto cómo conseguiré pasarlo. Me flojean las piernas y tengo que rebuscar entre el polvo del suelo para encontrar mi apesadumbrado ánimo. Realmente estoy desconcertada, ojalá supiera manejar la situación. De repente toda la experiencia adquirida por los años vividos ha volado y me siento tan indecisa como una adolescente. Es una pena, porque llevo casi sesenta años en este mundo y se supone que una de las pocas cosas buenas que tiene acumular edad es el aplomo que se adquiere para afrontar situaciones difíciles. Es mentira. A la hora de la verdad, la experiencia no sirve de nada y sólo puedes improvisar.
El tiempo es extraño, pasa tan rápido que me resulta difícil admitir la edad que tengo. Por dentro me mantengo en un momento indeterminado en el que conviven los que ya se fueron con los que aún están por nacer. Los que murieron hace tiempo permanecen congelados en mi mente, indelebles, inalterables; sin embargo, los minutos se suceden y yo envejezco sin remedio, el brillo de mis mejillas disminuye paulatinamente y cada vez me cuesta más realizar las tareas cotidianas. La muchacha que un día fui se ha convertido en lo que hasta hace poco yo misma definía como "señora", en una mujer madura. Es una paradoja desear justo lo contrario: detener el mundo exterior y que los otros, los de dentro, sigan recorriendo la esfera del tiempo a mi lado con paso lento, sin despedirme de ellos definitivamente. Siento que los necesito cada vez más. Ay, qué cosas tan absurdas se me ocurren, tengo la cabeza tonta. Seguro que se debe a la tensión de los últimos días.
El viaje ha resultado eterno. Llegamos demasiado pronto a la estación, un incordio porque no hay nada más aburrido que esperar la salida del autobús sin otra cosa que hacer que mirar el panel informativo, y estuvimos sentadas en la sala de espera más de hora y media. Si tomamos unos refrescos fue para pasar el rato, no porque nos apetecieran realmente; yo ni siquiera pude terminar mi Coca-Cola, claro que llevo varios días que me cuesta tragar cualquier alimento, incluida la bebida. Además, la salida de Madrid fue caótica, un accidente había provocado kilómetros de retención y estuvimos paralizados un montón de tiempo. He acabado harta de pasar las páginas de la revista que compré antes de salir para entretenerme. No sé por qué leo estos folletos si no me gustan, no cuentan más que sandeces sobre gente cuya vida no le interesa a nadie, ni a ellos mismos, porque si les importaran un mínimo no irían por ahí aireándola como si se tratara de ropa recién lavada.
La niña se colgó de los auriculares de su reproductor y no me ha dirigido la palabra en todo el trayecto. El volumen era tan alto que molestaba a los que se sentaron detrás de nosotros y nos miraron con cara de reprobación. No comprendo cómo no se ha quedado sorda aún. He tenido que llamarle la atención para que lo bajara pero, por supuesto, no me ha hecho caso a la primera. Ni a la segunda. Le he preguntado qué escuchaba y me ha dicho que Break your heart de Taio Cruz, alguien que yo no podía imaginar que existía, según sus propias palabras, por-que me ubico musicalmente hablando en el género chico, allá por el pleistoceno. Lo peor de todo es que la canción me encanta, tiene un ritmo excelente, pero después de haberla oído unas doscientas veces seguidas ha conseguido hartarme, estoy saturada de su soniquete pegadizo.
Tras mucho insistir, ha consentido en bajar el sonido una milésima refunfuñando y llamándome pesada con la misma intensidad que oía su música. Medio autobús ha girado la cabeza para contemplar a las que daban la nota y cuando se han topado con nosotras como protagonistas de la trifulca y mi expresión azorada, no han podido menos que enviarme una misiva solidaria y muda para ayudarme a tratar a una adolescente conflictiva. Prefiero pensar que no lo ha hecho a propósito y que el berrido que me ha dirigido se debía a que el ruido que le entraba por el tímpano le obligaba a elevar la voz hasta el mismo registro. O lo mismo lo ha hecho adrede, vete a saber. Está en una edad difícil y puede ser cualquier cosa. Acto seguido ha pasado al numerito de los pies. Parece ser que su concepto de viajar cómodamente en un autobús consiste en reposar la espalda en el asiento y colocar los pinreles sobre el vecino delantero. La escena se ha repetido: otra reprimenda por mi parte y otro berrido por la suya. En esta ocasión, a las miradas de apoyo se han sucedido algunos comentarios por lo bajo que, si bien no he alcanza-do a entender, doy por supuesto a quién se dirigían.
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Las esquinas de mi cabeza
General FictionSinopsis Ante la grave enfermedad de su hija, Ángela se ve obligada a quedarse al cargo de su nieta, una adolescente desorientada y de personalidad difícil. Son dos personas con caracteres opuestos que han mantenido un trato escaso, por lo que su r...