-¿De verdad me estás diciendo que no crees justo lo que les ha pasado a esas personas? -dice mamá alterada, pronunciando personas como si no encontrara una palabra decente para mencionarlos.
Levanto la mirada del plato con lentitud y miedo y veo que todos me están mirando. Mis padres, mis hermanos. Todas sus miradas están clavadas en mí, todas en busca de respuestas.
Mis ojos pasan de unos a otros. Veo sorpresa, confusión e incluso enfado, hasta que, por último, mi mirada se clava en la de mamá. Sus ojos parecen arder y me mira como si le hubiera dedicado el peor de los insultos.
-Solo estoy diciendo que esas personas no merecían ser agredidas por ser... -Me detengo. Busco la palabra exacta: homosexuales. Pero tengo demasiado miedo para decirla-. Lo único que quiero decir es que Dios nos ha enseñado que la violencia no es el camino. El único camino es la paz.
Estoy intentando conseguir que mis palabras hagan efecto en ella. Mi único deseo es que mis palabras sirvan para convencer a mi madre de que no he defendido a los dos jóvenes que fueron agredidos por ser gais, sino porque nuestro Dios no desea el mal de nadie.
Sé que he cometido un gran error al decir que no se merecían esa paliza. Debería haberme limitado a permanecer en silencio, como hago siempre. Asentir con la cabeza ante cada una de sus palabras y mostrarles que comparto sus ideas. Al fin y al cabo, eso es para lo que he sido educado. Eso es lo correcto.
Tras oír mis palabras, mamá mira indignada a mis hermanos y luego a mi padre con los ojos abiertos como platos. Espera a que uno de ellos hable y diga que me estoy equivocando, pero ninguno de ellos lo hace. Se limitan a bajar la mirada y fingir que no ha pasado nada, pero mamá no se va a rendir tan fácilmente.
-Todos sabemos que el único camino posible es la paz, no hace falta que lo digas, ¡maldita sea! Pero no está mal que esos pecadores sepan que lo que hacen no están bien. Es antinatural. Viven en pecado y se enorgullecen de ello. ¡Hasta tiene su propio día, un día en el que muestran al mundo toda esa perversión que les caracteriza! El mundo está decayendo y tú te atreves a decirme que no es justo el castigo que sufren aquellos que tienen culpa de ello. -Se lleva las manos a la cabeza y luego se frota los ojos lentamente-. ¡Pues claro que no es justo! ¡Se merecen más! ¡Mucho más! -Su tono de voz ha ido creciendo hasta convertirse en un grito de rabia.
Papá pasa lentamente la mano por su espalda mientras mamá mira fijamente a su plato, aún alterada. Mi mirada se cruza con la de él y, en un gesto breve, señala con la cabeza a mamá. Quiere que me disculpe. Tanto él como yo, sabemos que mis palabras no han sido acertadas. Además, sé que comparte la opinión de mamá.
-Lo siento, mamá... -Busco las palabras adecuadas. No reales, pero adecuadas. No sinceras, pero adecuadas-. Tienes toda la razón. No debí haberte cuestionado. Esas personas están equivocadas y algún día se darán cuenta. Lo siento, mamá. De verdad que lo siento.
Levanta la mirada. Su mirada deja de ser furiosa y me mira casi con ternura. Se levanta despacio y en dos pasos está junto a mí. La miro fijamente, incapaz de saber qué hará.
Me coge la cabeza y la coloca entre sus manos.
-Eres un buen creyente, hijo. Te hemos educado bien y seguirás de forma adecuada nuestros pasos. Tienes el corazón demasiado grande, pero no dejes que la bondad te ciegue. Hay que ser justo con aquellos que juzgan los caminos de Dios y los pervierten -dice con ternura, aún con mi cabeza entre sus suaves manos-. Nadie debe reírse de Dios ni despreciar el regalo que nos ha dado. Nunca. -Niega con la cabeza.
Luego se acerca y me da un beso en la frente.
Las lágrimas se amontonan en mis ojos y hago el máximo esfuerzo posible para que no me mire, para que desaparezcan.
Por suerte, regresa a su silla a los pocos segundos y seguimos cenando como si nada de lo que acaba de pasar hubiera sucedido.
Todos siguen hablando, pero yo prefiero permanecer callado. Sus palabras entran y salen por mis oídos, pero las de mi voz interior son más fuertes. Ahora más que nunca sé que lo único que puedo hacer es asentir y sonreír.
Me aclaro en silencio la garganta y espero a que las lágrimas desaparezcan de mis ojos para hablar.
-Siento interrumpir, pero me encuentro indispuesto -digo cortando la conversación. Quiero sonar despreocupado y educado-. Con vuestro permiso, me gustaría retirarme a mi habitación.
Mamá me sonríe con ternura. No despeja sus ojos de los míos mientras me analiza con una sonrisa enorme en su rostro. Cualquiera vería a alguien dulce, pero yo estoy completamente asustado. Intento disimularlo.
-Claro que puedes, Samuel. Espero que mañana te encuentres mejor -dice papá, consiguiendo hacer que despegue mis ojos de los de mi madre.
Ante su aprobación, asiento con rapidez y me levanto. Avanzo con rapidez e intentando parecer seguro, sin girarme.
Cuando ya he salido del comedor, la oigo.
-Y si vas a dormir, reza por todos nosotros -me dice con dulzura desde la mesa.
Su tono delicado hace que un escalofrío recorra mi cuerpo y me quedé sin saber qué decir.
-Lo haré -digo al final.
Cuando llego a mi habitación, caigo en la cama y dejo que un mar de lágrimas me envuelva por completo. Me libero en forma de lluvia, gotas de agua preciosa y salada me bañan la cara. Y, en este momento, sé que este es el grito más fuerte que podría dar. Solo puedo gritar en silencio.
Toda mi familia me odiaría si supiera cómo soy. Sería una auténtica vergüenza para ellos. Pero nadie lo sabrá. Nadie lo sabrá nunca, aunque por ello tenga que renunciar a lo que soy y a la libertad.