PROTOTIPO

19 0 0
                                    

II
VACÍO

Me estremezco al despertar de uno de mis sueños. Ha sido escalofriante, estremecedor, desquiciante…; la experiencia me deja roto, trato de acaparar aire hacia mis pulmones, al tiempo que mi corazón late con fuerza. La vista nublada se me empieza a aclarar y, aún con los temblores que me producen las palpitaciones de las venas, empiezo a rememorar lo soñado. Esos sueños que confundo con mis recuerdos…, que me dejan vacío después de una gran descarga de adrenalina, con un regusto amargo en la boca, con la respiración entrecortada y un quejido ronco en la garganta.
Me doy cuenta de que ya no estoy allí, en esa destartalada casa. Ésta, en la que vivo ahora, es una situación diferente…; por mis oídos entran un creciente rumor que me deja desconcertado, pronto me doy cuenta de que estoy sentado en una silla de ruedas y que el escenario ha cambiado de nuevo, radicalmente. En esta ocasión siento todos los músculos de mi cuerpo agarrotados, mis muñecas están sujetas a los brazos de la silla por correas de cuero, el cuello lo noto fláccido, casi sin fuerzas para levantar mi cabeza y tengo que hacer grandes esfuerzos para mirar al frente. Lo he conseguido a medias y logro ver el panorama que se me ofrece a los ojos.
El paisaje que puedo ver es hermoso: grandes montañas de nieves perpetuas, por cuyas laderas se desparraman bosques de pinos y abetos que parecen abrazarlas en un opresor acoso, sólo las blancas cimas se libran de este acorralamiento, con su imponente e inaccesible belleza. De inmediato, dejo la mirada perdida en la perspectiva que veo a través de los grandes ventanales que hay frente a mí. En ese momento mi mente vuela hacia recuerdos de dolor; son escenarios extraños, inquietantes, lúgubres, amenazadores, que agudizan el dolor en lo más hondo de mi alma. La abrumadora avalancha de imágenes que me vienen a la mente, son continuas punzadas que me causan un sufrimiento lacerante, pero que lo tengo que soportar para comprender el porqué he llegado a este presente en el que me encuentro. Quiero sacar alguna conclusión de todo lo que recuerdo, poner en orden toda la desorganización que puebla mi mente, pero me es imposible, hay algo que me lo impide, que no puedo vencer.
Me doy cuenta de que no tengo fuerza en mis músculos y no sé por qué mis piernas no obedecen a mis órdenes de movimiento; trato de desligarme de las correas que sujetan mis muñecas, pero mi esfuerzo es en vano, el cansancio se apodera de mi cuerpo en cuanto lo intento.
También noto que tengo lapsos en las secuencias lógicas de mis experiencias pasadas. Estas lagunas en mis recuerdos desconciertan mi razón, debilitan mis sentidos, confunden mis neuronas…, con el resultado final de agudos e insoportables dolores de cabeza. Así mismo, siento como si una laguna amnésica me impidiera recordar lo que ha pasado ayer mismo y los días anteriores en esta realidad, como si al despertar de ese “sueño”, hiciera añicos los recuerdos de mi inmediato pasado, en el ahora.
De repente mi mente empieza a imaginar una historia, en la que me veo subiendo con el mínimo esfuerzo por aquellos riscos y ventisqueros, pero pese a mi agilidad, ellos avanzan más rápido que yo y llegan a cazarme, han logrado su objetivo, ahora queda convertirme en uno de los suyo, para ello me tienen que “eliminar”. 
Al principio me he sentido reconfortado en la contemplación de aquella belleza, pero ya no, ahora, después de imaginar esa historia, me siento espoleado por un malestar, una inquietud, que no me deja en paz; la causa del desasosiego también se me escapa, no sé a qué es debido, sólo sé que no logro alcanzar la calma total, que mis nervios están a flor de piel. La pregunta que me hago en ese instante con inquietud es: ¿esto es sueño o realidad? ¿Son reales estas experiencias? ¿No será la que estoy viviendo otro sueño más?
No puedo precisarlo. De hecho, ahora no puedo precisar nada; en mi mente se mezclan escenas de violencia y sangre, de terror…; inconexas, aisladas y, sobre todo, confusas.
La luz del día va palideciendo, el sol que alumbraba las cimas de aquellas blancas cumbres se esconde entre los montes que hay detrás del edificio donde me encuentro y las sombras se están apoderando del exterior. La sala donde estoy es grande, espaciosa, decorada con sobriedad; han encendido las grandes lámparas del techo. La temperatura es agradable aquí dentro y por ello se crea un vaho en los cristales, que está dejando borrosa la vista exterior. Eso tiene que significar, por lógica, que fuera, en ese paisaje de ensueño, antes radiante y limpio, que ahora se puebla de sombras, la temperatura es baja en extremo.
Gradualmente, los cristales de las ventanas se vuelven oscuros, aprovecho el efecto de espejo que éstos crean para observar lo que hay a mis espaldas, sin volver la vista atrás (me es totalmente imposible mover la cabeza hacia ningún lado). También el accidental espejo me devuelve mi propia imagen. Y el alma se me encoge de sorpresa y tristeza. Veo a un hombre con el cuerpo contraído, sentado en una silla de ruedas, con la cabeza medio inclinada sobre el pecho, mirando con dificultad hacia el frente. Su cuerpo es muy delgado y permanece estático, en un eterno rictus de abatimiento, con esporádicos espasmos, como si, de forma ocasional, pequeñas descargas eléctricas cruzaran su cuerpo. A primera vista, mi mente no admite que aquella imagen reflejada sea yo mismo, pero, observando sus facciones, me doy cuenta de que, aquella imagen es tan real, como que estoy aquí. No sé por qué de ese lamentable estado, intento recordar, consternado, el supuesto momento en que quedé así. Pero no lo consigo. Tampoco tengo referencias de un recuerdo en el que me viera de otra forma más saludable.
La luz de la sala está ganando en intensidad, al hacerse de noche ahí fuera. El ambiente detrás de mí es ameno, con mucho ruido, demasiado, para mi gusto. De entre los detalles que logro ver reflejados, descubro que hay un televisor encendido, colocado sobre un mueble, pero su sonido es ahogado por el parloteo de aquellas personas, está en el sitio opuesto del pequeño bar. Con ese continuo rumor no hay manera de enterarse de nada de la emisión de ningún programa; de todas formas nadie hace caso de lo que pueda decir el que, o los que, aparecen en ella. De hecho, los que no conversan con nadie están embobados en su contemplación; puede que con el ruido de su alrededor no saquen nada en claro, pero se entretienen de una manera “personal”, imaginando historias que nada tienen que ver con lo que están viendo.
En ese grupo de personas solitarias me encuentro; no hablo con nadie, pero tampoco miro la televisión; de quererlo no podría, mi posición me impide observar con claridad lo que sale por su pantalla. Me conformo con mirar la cristalera que tengo enfrente, para observar a toda esa gente que habla detrás de mí. Están sentados a las mesas de madera, en sillas de plástico duro; las superficies de aquellas están atestadas de botellas de refresco, vasos y platos de plástico de varios tamaños, que los camareros sirven en bandejas de aspecto metálico, pero también son del mismo material, en un continuo ajetreo entre esa gente, que consume sin cesar, y el mostrador del pequeño bar que hay en un extremo del ancho recinto.
Al fondo, está la salida, hay una enorme cortina roja que oculta la posible puerta. Por ella salen los que han dejado de conversar o de recrearse, bebiendo y mirando la televisión, y entran los que esperan tener el mismo pasatiempo con los que quedan dentro, para pasar el momento de diversión y marchase después.
Me estoy cansando de estar allí, supongo que alguien vendrá a por mí; yo, de desearlo, no podría moverme; miro con ansias a todas esas personas e intento descubrir a la que se ofrecerá a sacarme de allí. He estudiado al detalle la naturaleza triste, desvaída y melancólica de cada una de ellas y no encuentro ninguno que se comporte con meridiana normalidad, como para tratar a un enfermo. También  intento investigar dónde estoy y, viendo ese espectáculo, no tengo más remedio que creer que soy uno más de los enfermos de un hospital psiquiátrico.
Me agito en el asiento al formularme algunas preguntas: “¿qué hago yo aquí?” o “¿por qué de mi incapacidad?” No encuentro las respuestas a esas cuestiones, eso mi irrita y me pone aún más nervioso. Los gestos que puedo realizar son escasos y sólo un “tic” nervioso, parecido a un estremecimiento, rompe, de vez en cuando, la estática de mi eterna postura.
De repente, veo que la cortina de la entrada a la sala se agita y aparece una persona, es distinta de las demás que la llena. Es una mujer, acaba de entrar con modos resueltos y gallardos, vestida con un uniforme blanco de enfermera, una blusa de tejido suave, de color sepia, abotonado hasta el cuello y una cofia del mismo tono, donde resalta una pequeña cruz roja, sobre la abundante cabellera oscura y ensortijada de su cabeza. Ella es alta, camina resuelta, sobre unos zapatos blancos de alto y fino tacón; con su porte, hace elegante la indumentaria que viste y una sonrisa en sus pintados labios le da a su rostro una apariencia de alegre y confiado optimismo.
Nada más apartar la cortina, mira inmediatamente hacia donde estoy (parece saber de antemano dónde me encuentro), y enfila sus decisivos pasos en mi dirección; sus movimientos son sensuales, exquisitos y seguros; un escalofrío recorre todo mi cuerpo, porque la reconozco y familiarizo con la que tengo grabada a fuego en mi mente: es Elena. Bueno…, se parece a Elena como dos gotas de agua. Llega hasta donde estoy y me habla con ternura; pero no sé por qué, noto que es falso, fingido, su afecto hacia mí; el recuerdo de esos momentos que me lastiman, en los que ella es la protagonista, han hecho que desconfíe y me ponga en guardia ante lo que, intuyo, es su astuta estrategia.
―Hola, Roberto, ya llegó la hora de retirarse a descansar ¿Eh, cariño? ―es su alegre saludo.
Sin esperar ninguna expresión de mi parte, pone sus finas manos en los manillares de la silla y la mueve con soltura. Le da un giro y la conduce hacia la salida. Quiero que mis gestos sean alarmantes, pero no consigo hacer alguno que llame la atención de la gente con la que me cruzo; no me resigno a que esa mujer sea mi asistente, aunque sea sólo para llevar la silla donde estoy sentado. Mis palabras no salen de mi garganta con naturalidad, en su lugar me oigo emitir ronquidos que no soy capaz de traducir en frases comprensibles, mis muecas corporales se convierten en desesperados y violentos “tics”, que quieren ser de protesta.
Estoy alarmado. No sé qué me sucede, por qué no puedo hacerme entender; tampoco sé qué es lo que me induce a revelarme contra esa persona. La realidad que vivo ahora no tiene nada que ver con esos recuerdos que me torturan, sin embargo, tengo la sensación de que este personaje, que parece sacado de mis pesadillas, ha sido plantado allí, como una sutil y amenazante advertencia, que no consigo definir.
Ella sigue conduciendo mi silla entre las mesas que hay en la sala con acierto y rapidez; la lleva, de forma irremediable, directa a la salida, hacia la gran cortina roja que oculta la puerta. Mientras pasamos junto a las mesas, sigo haciendo señales inaudibles a todos lo que me miran sin interés; intento dar algunos gritos, pero sólo me salen gruñidos de sonido exagerado; quiero oscilar mi cuerpo para desestabilizar la silla, al menos para poner alguna clase de traba a mi traslado, pero no me lo permiten mis paralizados músculos; mis esfuerzos son dedicados a las personas de las mesas, hombres y mujeres de triste y heterogéneo aspecto que me miran impasibles, para que saquen algún significado a mis “tics” y reaccionen en mi ayuda; esos son mis pobres intentos de transmitirles mi intenso miedo.
No tengo éxito; lo más que puedo conseguir es que esa gente tome mis espasmos como algo divertido, soltando, de vez en cuando, pequeñas risas, que después desaparecen, volviendo a sus charlas con el compañero o a su solitaria y pensativa tristeza. Algo me dice que tengo que seguir intentándolo; considero muy grave mi situación: ¡conduce mi silla la mujer que piensa asesinarme, nada menos! Esa es la idea, tal vez descabellada, que vibra en mi calenturienta mente. Sigo pensando que tengo que buscar una solución a mi problema, salir de allí, ponerme a salvo de ese atolladero; tengo la sensación de que estoy siendo llevado al matadero…
Creo que voy a fracasar en mis intentos, no puedo evitar que el dramatismo se adueñe de mi mente; la enfermera es muy diestra en el manejo de la silla y ha sorteado, sin chocar contra ningún obstáculo, la distancia que hay desde donde estaba y la cortina roja.
Ya no tengo salvación, mí encogido cuerpo se pliega más todavía al pasar al otro lado de aquella tela que delimita la amplia sala que me hacen abandonar.
Descubro que no hay puerta de madera, como yo imaginaba, en su lugar no hay más que un vano en el muro, tan ancho como la propia cortina que lo oculta, que está rematado con un arco muy alto, casi tanto como la techumbre, en la parte superior, es lo que puedo atisbar por el rabillo del ojo. De inmediato, me enfrento a un largo pasillo que parece infinito, es tan largo, que no puedo ver su final; tiene puertas a los lados y lámparas fluorescentes en el centro del techo distribuidos de forma idéntica en todo él.
A nuestro paso me encuentro con individuos que caminan hacia la sala que he abandonado, éstos son tan anodinos y aburridos como los que hay dentro, y otros se marchan de allí con pasos inciertos, caminan a nuestro lado, pero sus pasos son inseguros y más lento que los de aquella mujer que lleva mi silla; supongo que se marchan a sus habitaciones, como a mí me llevan a la mía…
La enfermera tiene una marcha tranquila, sin prisas, pero inexorable; tal vez, por una razón particular que desconozco…, pero puede que mi mente esté tan desequilibrada, que sigan imaginando amenazas en todo lo que veo y oigo; tras un tiempo de monótono viaje por ese interminable pasillo, aquella mujer, sin dejar de llevar su paso cadencioso y resuelto, se permite tener unas palabras conmigo. Considero que puede ser un monologo más que una conversación, porque mi respuesta es nula:
―Te informo, Roberto, que tienes que seguir contando esa historia, ya está preparado todo para que continúes con ella ―el sonido de su voz es idéntico al que recuerdo de otro sueño pasado… o de la experiencia que sólo hay en mi mente. Sus palabras son frías, como ella misma, y las acompaña con una textura amenazadora. Si, lo recuerdo, lo he analizado y he encontrado demasiadas similitudes entre “ésta” Elena y la otra, la que amenazaba con destruirme en el último sueño―. Vamos, cariño, no seas tan susceptible… No soy tu enemiga. Soy tu mujer… Elena ¿No te acuerdas?... Estoy aquí para ayudarte…; de veras, amor mío.
“¡No te andes con zalamerías…, hipócrita! ¿Yo, contar una historia? ¿Qué dices, loca? ¿Cómo voy a contar nada si no puedo articular una sola palabra?”
Mi pensamiento habla sin dar crédito a lo que oyen mis oídos y, al mismo tiempo, busca sin descanso una lógica a esta situación. Las preguntas invaden mi mente y, ante la falta de respuestas, mi confusión progresa. “¿Quién soy yo? ¿Cómo, por qué y cuándo he llegado aquí…?” Todo lo que me ocurre es nuevo, continuamente indago una explicación sensata a lo que me pasa. No recuerdo nada de lo que estoy viendo y oyendo, en mis tortuosos recuerdos sólo aparece ella, pero como una enemiga; es una de “ellos” y ahora me lleva a algún sitio desconocido, aterrador; es mi sospecha… y otro escalofrío recorre mi espalda.
Después de un tiempo incontable, rodando por ese eterno pasillo, durante el cual ella no ha vuelto a decir una palabra más, llegamos frente a una de sus innumerables puertas, de semejante aspecto, como las que hemos dejado atrás e igual que las que siguen habiendo en adelante. Ésta está a mi derecha, no la diferencia ninguna señal de las otras, a excepción de un pequeño número encima del dintel. Está muy alto y, por culpa de ésta flojera que tengo en el cuello, no puedo levantar mi cabeza para leerlo. De reojo puedo apreciar que es una cifra, pero me es difícil saber qué clase de dígito es el que allí figura. La enfermera deja la silla frente a dicha puerta y se dispone a abrirla, sacando de su bata blanca un manojo de llaves. Con mano segura escoge una de ellas y la introduce en la cerradura, gira la muñeca y empuja la hoja hacia dentro. Luego vuelve al trabajo de empujar mi triste medio de transporte y me traslada al interior de la habitación.
Dentro está oscuro, pese a ello, me doy cuenta de que hay más personas allí. Lo noto en el murmullo que oigo nada más entrar. Se enciende una lámpara azul en alguna parte, que no alivia gran cosa la oscuridad reinante. Los comentarios que oigo son incomprensibles, enigmáticos, en un idioma desconocido y con una inflexión furtiva, confidencial, entre la enfermera y esa gente…; después de un tiempo, relativamente corto, en el que se intercambian una serie de frases, alguien abre las correas que atan mis muñecas a los brazos de la silla y después varios de aquellos individuos me llevan en volandas hasta depositarme en una cama. Debo parecer liviano, eso o aquellos son sujetos muy fuertes; sea como fuere, lo han hecho limpiamente, y ni siquiera me han hecho daño. Pese a la superficie plana del lecho, mi cuerpo no mantiene la postura recta y sigue encogido.
De inmediato, me colocan un casco metálico en la cabeza Ahora me doy cuenta de lo que quiere esa gente: la historia que quieren que les cuente es “mental” ¿Cómo no lo había supuesto antes? Quieren extraer mis recuerdos, o mis sueños, para un estudio posterior. En ese momento estoy convencido de que he caído en las garras del enemigo, esa organización de monstruos de la que huía, de la que me defendía; aquella gente es de ellos; quieren exterminarme…, pero, ¿cómo no lo han hecho ya? Tal vez sea porque quieren saber más de mí y de mi mundo. Porque he descubierto su juego, quizá.
No tengo ninguna seguridad de mis respuestas a mis propias cuestiones. De una cosa estoy seguro: sé que no tengo ningún medio de defensa para salir bien parado del presente que vivo.
Redoblo mis protestas, de forma instintiva, ya no para que alguien me ayude, sino para ponerles más difícil su trabajo, pero no tengo fuerzas ni para mover uno sólo de mis brazos; sin remedio, me dejo llevar a un experimento que no deseo, que me llena de pavor. Después de conectar todos los cables que salen del casco a una maquina invisible en la oscuridad, pero que intuyo, oigo la voz tranquila de Elena, que de forma comprensible y clara dice: “Ya está listo”. Y de inmediato, el chasquido de un interruptor.
Acto seguido, noto en mi cuerpo una sacudida que golpea en cada una de las fibras de mi ser, como si de un látigo interno se tratara; el dolor es intenso, de mis labios sale la parodia de un grito agudo, acompañado de una incomprensible exclamación. Mi cuerpo se retuerce entre espasmos agónicos y, después de unos eternos segundos, ha dejado de agitarse.
Ahora descanso, rendido y agotado, tendido y mirando esa luz azul, que hay en algún lugar del oscuro techo; sin darme cuenta, he adquirido la postura recta y me he amoldado, al fin, a la horizontalidad de la cama.
La descarga eléctrica que he recibido me ha dejado más debilitado que antes, como si me hubieran absorbido parte de mi energía vital. Entre los murmullos de las personas que acompañan a la enfermera, oigo la voz de ésta que pronuncia una frase en mi idioma, dirigida a mí:
―Empezamos la sesión. Roberto, sigue contando la historia…
De repente mi mente se inunda de miríadas de fogonazos, como si en el espacio que hay entre mis neuronas hubiera una serie de estridentes y continuas explosiones. Luego se hace la calma, hay un silencio total, que, en cierto modo, agradezco, pero algo en alguna parte me dice que despierte, que estoy en peligro…        

PROTOTIPO (II) VACÍODonde viven las historias. Descúbrelo ahora