El despertar

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Era una expresión que rondaba día y noche su mente como un parásito que drenaba sus fuerzas y deseos de existencia. Sólo, sentado en la mesa más apartada de la taberna, donde el tenue brillo de los candiles no atrevía a asomarse y las sombras cobijaban sus más oscuros pensamientos, el escritor apuraba su tercera copa de la noche y esperaba con impaciencia que ocurriese algo. No sentía el menor interés por conocer qué le depararía el futuro, únicamente buscaba salir de aquella incertidumbre. Un escalofrío recorrió su columna y se extendió por todas sus ramificaciones nerviosas. ¿Era miedo lo que sentía o simple impotencia?

Los espasmos en sus manos agitaron los hielos de la copa y estuvo a punto de derramar el contenido, pero finalmente optó por dejarla encima de la mesa y mirar tras de sí, a la iluminada caverna de la ignorancia. La música, el baile, la fiesta, el alcohol; nada faltaba en aquel lugar. Unos reían y conversaban alegremente, otros, menos pudorosos, coqueteaban de forma obscena aprovechando el alboroto. El escritor sentía verdadera envidia por ellos, una envidia que trasvasaba sus límites y se tornaba en rabia y desespero. Alegres ignorantes -pensaba- como esconden su patética existencia en el alcohol, el juego y el sexo. Me gustaría ser como vosotros, despojarme de mis conocimientos, purgarme de toda sabiduría y vivir plácidamente como una pulga en un colchón mohoso, vagando sin rumbo fijo y parasitando para sobrevivir. Él no quiere literatos ni intelectuales, vuestro Gobernador quiere pulgas que le obedezcan.

Con el rostro desfigurado por la ira apartó la mirada y se centró de nuevo en su copa. Era la tercera y normalmente no pasaba de la segunda. No debería estar allí. Mejor saborear la soledad en la quietud de su hogar.

Pensó que en la taberna sería más difícil encontrarle, por ello salió de noche y se adentró en las calles tortuosas y laberínticas de la ciudad, bajo la lechosa luz de la luna que provocaba destellos blanquecinos en los caminos cubiertos de barro. Quizás no fuese una buena idea, sin embargo había sido su primer impulso y decidió dejarse guiar por él.

Estando allí, contemplando el movimiento de los hielos en la copa, sintió un nuevo impulso de salir a la calle y volver a casa, esperar a que llamasen a la puerta (o que la echasen abajo) y ver qué estaba escrito entre las páginas caprichosas del destino. Esta vez no se dejó llevar. Siguió sentado y bebió el poco whisky que quedaba.

- ¡Por favor! - gritó al tabernero - ¡Póngame otra de estas!

Cuatro copas eran demasiadas, pero la muerte podría estar próxima. Cuando llegase, ¿qué importarían?

- Aquí tiene su bebida caballero -una voz dulce pronunció las palabras y sorprendió al escritor.

Apareció ante él una joven que no llegaría a los dieciocho años, con un corsé que ceñía su figura y marcaba sus pechos exuberantes a pesar de su corta edad. Una falda corta cubría sus muslos y, aunque después se odiaría por este comentario, estaba completamente seguro de que no llevaba ninguna prenda debajo. El pelo castaño que colgaba hasta la cintura y unos ojos azules como el cielo estival destacaban sobre su rostro hosco y poco agraciado.

- Soy Helena -sin mediar palabra se sentó en las rodillas del escritor y rodeó con sus brazos el cuello de este. Efectivamente, no llevaba nada bajo la falda- ¿Quieres pasar un buen rato conmigo?

Mientras acercaba sus labios al cuello del hombre, este saltó de puro estupor y Helena cayó al suelo con las piernas abiertas, dejando a la vista lo que buena parte de la taberna ya conocía. La copa que portaba se derramó sobre su corsé.

- ¡Maldito cerdo! ¿Cómo te atreves a lanzarme al suelo de esa manera?

- Es usted la que se ha sentado sin consultar antes -el escritor tenía dos sentimientos contrapuestos luchando en su interior: ayudar a la joven a levantarse o escupirla en la cara.

"Compatriotas, escuchad y callad"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora