11:23. Aeropuerto de Manhattan.
Todo es blanco, excepto por los cristales y los bancos, negros, diseñados así para dar contraste y localizarlos fácilmente. El panel situado al lado del reloj, sobre nuestras cabezas, indica que hay seis vuelos aterrizando, dos que llegarán tarde y uno que no saldrá hoy.
La gente va caminando con la cabeza agachada, o hablando por el móvil o con otras personas conocidas. Una pareja está sentada 3 asientos hacia mi derecha. Cada uno mira a un lado distinto del lugar, aunque estén agarrados de la mano. Ella lleva su enorme pelo rojo suelto, rodeándole toda la cara y dándole un aura de ninfa muy extraño. Él tiene el pelo negro, ligeramente largo. Me pregunto si alguna vez ella le habrá pedido que se lo cortase o si, por el contrario, le pidió que se lo dejara como está.
Vuelvo a mirar el reloj: las 11:26. Han pasado solo tres minutos… Me levanto con la intención de dirigirme a la cafetería cuando algo interrumpe mis pensamientos y los de todas las personas que se encuentran en este aeropuerto.
El chico se desploma estrepitosamente contra el suelo de mármol blanco, provocando la expectación de la multitud y el terror de su novia. Todo el mundo corre para averiguar qué le ha ocurrido; yo, sin embargo, camino con tranquilidad, y gracias a mi menuda constitución logro colarme entre la gente y quedar justo detrás de la “ninfa”, con una perfecta vista de todo lo que acontece.
Ella lo acuna en sus brazos, como se haría con un niño pequeño. Llora, lo sé por las gotas que caen sobre la ropa del chico. Él está pálido, muy pálido. La gente a nuestro alrededor comienza a llamar a la policía y me digo a mí misma que a este paso llegarán cientos de ambulancias aunque solo nosotros tres sepamos que ya es demasiado tarde. Respira débilmente, no le quedarán más de cinco minutos…
Lamento en silencio lo que está a punto de ocurrirles a ambos. En ese momento vuelve a oírse un estruendo que causa la sorpresa de todos; todos menos nosotros tres. Aparecen por la puerta principal cerca de una docena de policías especiales, todos vestidos de negro con una pistola en la mano. Como si de una redada se tratase. Se acercan a paso rápido y sigiloso hacia nosotros y dos de ellos logran entrar en el círculo formado por los transeúntes. Entonces, para mayor sorpresa de todos los que se encuentran allí, el chico toma aire de forma ruidosa, como si supiera que sus respiraciones ya están contadas y le quedan muy pocas.
Recorre con la mirada el amplio círculo de personas que se ha formado a su alrededor, incluyendo a los policías, a su novia y a mí. Le sonrío de manera cálida, y él, tras unos instantes, me devuelve la sonrisa. Sabiendo lo que va a ocurrir, vuelve la mirada hacia su novia y con palabras muy lentas y dulces le dice:
-Cariño, te perdono. Por todo lo que has hecho y por esto que me has hecho a mí. Te quiero y siempre te querré, vida mía. No lo olvides nunca, vayas donde vayas.
La gente contiene la respiración y ella llora con más intensidad. Entonces él cierra los ojos, sonríe y deja escapar su último aliento. Ya no había vuelta atrás. El veneno había hecho su efecto y el no volvería a despertar. Lo demás ocurre muy deprisa. El resto de policías entra al círculo y, sujetándola con delicadeza, esposan a la ninfa y se la llevan de allí. El chico viene a mí, radiante. Ella gira la cabeza justo cuando yo sujeto la mano de él y sonríe también. Nos sonríe a los dos. Lo miro y, echando un último vistazo al pedacito de mundo que nos rodea, ambos desaparecemos de ese lugar. Él para siempre.
Yo, pronto volveré.