El árbol que murió una vez en setiembre

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Dejé de sentir el sol en mi piel, el frío en el invierno y si no estuviera pensando esto, diría que dejé de respirar también.

-¿Ingrid? ¿Ingrid? ¿Estás bien? -dijo por enésima vez desde que habíamos salido de casa.

"¿Estás bien? ¿Estás bien?", era lo único que podían preguntar, como si la respuesta no fuese obvia, como si mis ojos, mi rostro o cada parte de mi miserable cuerpo no les dijese lo contrario.

¿Por qué lo que todos veían como correcto, era invisible a mis ojos? ¿Qué sentido tenía? ¿Por qué era necesario? Si había acabado, al menos para mí. Angus podría dejarme y encontrar a alguien más con quien cumplir su sueño, uno que alguna vez fue nuestro.

Y es que era inevitable pensar y preguntarme cientos de veces lo mismo, era cansino y frustrante pero inevitable a fin de cuentas. Exprimía mi cerebro y arañaba mi rostro como si estrujara una hoja, como si eso resolviera todo.

Se volvía incluso peor cuando salíamos de casa, y veía por la ventana mientras Angus manejaba, verlos saltando y riendo y jugando o llorando. Él los ignoraba como si no estuviesen e intentaba que hiciera lo mismo.

- ¿Cariño? ¿Ingrid?

-Estoy bien -dije por enésima vez desde que habíamos salido de casa.

Y dejé de ser un resplandeciente árbol con raíces que se extenderían hasta el fin del mundo por todos los tiempos. Mis raíces empezaban a morir, a podrirse y es así como empecé a morir, desde adentro.

-Ingrid, ya llegamos ¿Ingrid?

Me limité a asentir y a ponerme las sandalias. Angus me abrió la puerta y al salir la potente brisa marina sacudió mi vestido de tela y se llevó mi sombrero de paja. Angus no paró de correr hasta atraparlo, como aquella vez cuando lo compramos en vacaciones y decidimos que estábamos listos para el siguiente paso: Extender nuestras raíces un poco más allá.

-Te ves hermosa querida -me dijo al ponerme el sombrero de vuelta a la cabeza, con un beso en la mejilla.

Hermosa, radiante, bella. Había escuchado esas palabras continuamente los últimos once meses, pero Angus las decía cada vez más ahora, no se cansaba de escupirlas por la boca, las decía tantas veces que dejé de saber cuándo eran en realidad sinceras. Y los lunes se llenaron de flores, los martes de cartas a mano y lo mismo eran los miércoles, los jueves y los fines de semana; intentaba traer una nueva rutina a nuestra vida.

Era el cumpleaños de la madre de Angus, no me pidió que lo acompañara. No lo hubiera hecho pero sus esfuerzos para seguir adelante eran los mismos cada día, eran admirables aunque no funcionaran, aunque no sabía si esta pérdida había sido tan importante para él como para mí pero al menos estaba junto a mí aunque me quisiera cada vez un poco menos cada día.

-Te hará bien ver a todos de nuevo, solo un rato, podemos irnos después del almuerzo si quieres, mamá entenderá.

-No es necesario, estoy bien -dije sonriendo la respuesta que todos esperaban oír pero con honestidad.

Al entrar ese olor salino se coló por mi nariz y recordé cada pasillo de la pequeña casa de los padres de Angus, de lo contrario su jardín era enorme y era allí donde habían decidido celebrar el día de mi suegra.

- ¡Angus! ¡Ingrid! Han llegado -dijo su madre con una amplia sonrisa, aplaudiendo.

-Hola mamá, ¿cómo estás? -respondió Angus con los brazos abiertos para estrujarla.

-Ingrid, ¿cómo estás? ¡Te ves hermosa! -continuó la anciana mujer de cabellos blancos.

- Muy bien, usted también luce estupenda.

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