Cristianno
No podía ser un buen hombre si me gustaba la mafia.
Esos principios contradecían las normas tácitas de la moralidad y me convertían en la clase de persona que suponía un conflicto para el mundo. Pero, aun siendo conocedor de la diferencia entre el bien y el mal, el espacio entre el adolescente que había sido y el hombre en quien me había convertido nunca me pareció tan extraordinario.
Probablemente debería haberlo lamentado, pero entonces hubiera sido un puto mentiroso.
No, ya no era un simple crío de dieciocho años.
Era el tipo que cualquiera temería. El mismo que deseaba ser desde que tenía uso de razón y que jamás creí que sería; al menos no tan joven, ni precisamente por aquellas razones.
Nunca quise tener que administrar mis emociones para poder encontrar el modo de prolongar mi vida y la de alguien a quien amaba. Nunca quise morir y mucho menos tener que hacerlo para satisfacer las turbias necesidades de un megalómano.
Me había resistido tanto a esa alternativa que aún notaba la rebeldía. Pero también entendí condenadamente bien la situación, e incluso disfruté del proceso. Algo que me convirtió en una especie de ángel de la muerte. Nadie sabía que existía, nadie sabía a qué amenaza se enfrentaba. Por lo tanto, era incluso más poderoso de lo que imaginaba.
Invencible... porque los muertos no pueden volver a morir.
Daba igual las vueltas que diera o mis esfuerzos por evitarlo. Tarde o temprano sería lo que ahora soy: el maldito señor de la mafia en Italia. Solo que nadie lo sabía, y para cuando lo supieran, sería demasiado tarde para erradicarlo.
Solté una sonrisa retorcida. Me fascinaba saber que mi supremacía era tan absoluta y que, después de todo, Angelo Carusso era solo un maldito peón sobre un tablero de ajedrez. Mi marioneta.
En Londres lloviznaba aquella tarde.
Era jueves.
Y estaba en el cementerio de Highgate acuclillado ante la tumba de mi última víctima; había provocado que se ahorcara delante de mí.
Le di una calada a mi cigarro, lo apagué en la piedra de su lápida y expulsé el humo.
Era más experimentado, menos vulnerable. La fina línea que separaba la muerte del éxito estaba delimitada por mis acciones, por cada uno de mis pasos. Si yo fallaba, esa línea se rompería.
Por eso no me convenía ser demasiado salvaje fuera de mi jurisdicción. En Italia la mafia lo controlaba todo, nadie sabía nada; y si alguno estaba al corriente hacía la vista gorda y sacaba provecho. Pero fuera de estas fronteras no teníamos tanto mando. Actuar sin pensar en las consecuencias podría despertar la curiosidad de las autoridades, lo que nos habría convertido en una red internacional de extorsión objetivada por las organizaciones policiales de media Europa.
«Debes tener cuidado, ¿de acuerdo?», me había advertido Enrico.
Y entonces pensé: «¿Por qué mancharnos las manos si lo pueden hacer las propias víctimas?»
Exacto. El suicidio era la mejor estrategia para eliminar a nuestros enemigos.
Vi los pies de Ken Takahashi detenerse a pocos centímetros de mí.
—Todo está listo, Gabbana —dijo el japonés. Y le miré de reojo.
Él era el hijo de Hiroto, el profesor de la Universidad de Oxford que tanto había aparecido en el USB que Fabio había entregado a Kathia antes de morir. Tenía treinta y cuatro años y era un bioquímico tan excelente como corrupto, además de uno de los mejores, más indispensables y secretos amigos de mi difunto tío.
Una de las cosas que más me impresionaron de Ken al conocerle, más allá de su aspecto tan pueril y de ser él quien protegía los diarios de mi tío, fue su extraordinaria inteligencia. Trabajar a su lado había resultado ser toda una experiencia, además de una sorpresa, pues las coordenadas que encontramos en la caja fuerte de Fabio resultaron no serlo. Se trataba de un código de acceso a una vía segura de comunicación; a grandes rasgos, un número de teléfono que nos conducía a Ken.
—El jet sale en una hora. Tienes que irte —añadió.
Siempre que le observaba me causaba la misma sensación de consonancia. Pero aquella vez no pudo con mi repentina inestabilidad.
No había pasado el tiempo suficiente. Para mí había supuesto una eternidad, pero en realidad apenas habían sido unas semanas. Los motivos con los que argumentar mi simulada muerte tenían sentido, demasiado quizás. Pero también temía que eso no sirviera de explicación cuando Kathia me la exigiera.
Tragué saliva.
La idea de perderla me trastornaba, era el único pensamiento que me hacía vacilante e inseguro.
Hace tiempo pensar en el amor como un sentimiento que yo pudiera experimentar me parecía estúpido e innecesario. Algo creado para los débiles y fracasados. Algo sin sentido. Una emoción ignorante que magnifican aquellos que no aspiran a otra cosa más que a perseguir los pasos de otra persona. Pero no era cierto, estaba equivocado. No todos pueden sentirlo, quien lo experimenta rebasa las barreras de cualquier lógica. Ni siquiera la ciencia podría explicarlo.
Mi existencia nunca había tenido tanto sentido.
Kathia era la ecuación que determinaba el principio y el final de mi universo.
Apreté los ojos y asentí con la cabeza. Debía controlarme. Temer ahora era demasiado estúpido.
Suspiré. Y clavé mi atención sobre el nombre de la persona que había enterrada bajo mis pies.
—¿Qué te parece, Hannah? —Su nombre resbaló mordaz por mis labios creándome un fuerte estado de euforia: «Thomas», susurró mi fuero interno—. Ha habido un cambio de planes y vuelvo a Roma antes de lo previsto. —Torcí el gesto mientras Ken resoplaba una sonrisa. Se había acostumbrado a mi macabra ironía—. Me gustaría haber visto tu reacción al saber que mañana veré a tu hija.
Me levanté y guardé las manos en los bolsillos de mi chaqueta de cuero negra.
—Tu tío no era tan perverso... —comentó Ken sin apartar la vista de la lápida de la auténtica madre de Kathia.
Él estaba tan complacido con aquella muerte como yo.
—¿Eso me convierte en una versión mejorada? —quise saber, empleando el mismo tono divertido que el japonés.
Me miró de reojo. Sus pupilas eran de un bonito color caramelo.
Sonrió de medio lado.
—Definitivamente, eres un retorcido y seductor cabronazo.
—Me lo tomaré como un halago, compañero. —Le di una palmada cariñosa en el hombro. Debía irme—. Nos vemos en Tokio, Takahashi.
—Nos vemos en Tokio, Gabbana.
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Desafío
Action> Recién enterada de las verdaderas intenciones de Enrico y consciente de su inestabilidad, Kathia decide escapar con la esperanza de huir de toda la confusión que alberga su mente. Lo que no imagina es que ha llegado el momento de toparse con la re...