10 de abril, 2014

2 0 0
                                    

La fina punta del bolígrafo rasgaba la blanca hoja de papel a una velocidad apremiante. Eran casi las tres de la tarde, pero aquel asunto no podía dejarse para más tarde, pues la mujer que ahora le hablaba no podía quedar a ninguna otra hora. Las palabras salían despedidas al papel en cuanto la paciente las soltaba por la boca. Tom Henriqson las apuntaba minuciosamente, procurando no dejarse ni el más mínimo detalle de lo que le estaba relatando. 

Todavía era el tercer día de la semana, y aún quedaban dos largas e intensas jornadas en las que debía sentarse en aquella silla de cuero que tan plácida y confortable le había parecido en sus primeros años de trabajo, pero que tanto aborrecía en la actualidad. Se pasaba horas y horas allí sentado, escuchando los problemas de la gente mientras se preguntaba el porqué de aquello. Él ya tenía suficientes problemas en su vida, ¿para qué dedicar su tiempo a escuchar los de los demás? Su mujer y él se habían divorciado hacía no más de medio año, y aunque ella parecía del todo recompuesta por la separación, Tom seguía soñando con ella. Soñaba que la abrazaba, que le besaba y le susurraba al oído hasta que ambos caían sumidos en un placentero sueño. A la mañana siguiente siempre palpaba el lado vacío de la cama, en el que ella había dormido durante tantos años, y se echaba a llorar desconsolado hasta que se decía que ya era hora de cambiar de actitud. Entonces se levantaba, se duchaba, vestía y desayunaba, y después partía a la oficina. Cuando volvía del trabajo, allá sobre las nueve de la noche, empleaba su tiempo en vaciar botellas de whisky, ron añejo y vino tino. A la mañana siguiente volvía a ocurrir lo mismo, lloraba hasta hartarse y se infundía valor para el día que tenía por delante. 

Y allí estaba, y ese era su trabajo, aquello a lo que había decidido dedicarse cuando aun no tenía ni veinte años. Estudió psicología durante cuatro largos años, y cuando por fin terminó, se dio cuenta de que si no se especializaba en algo aquellos cuatro años anteriores carecerían de sentido. Por ello decidió decantarse por la neuropsicología, y cinco años más tarde ya estaba abriendo su propio negocio con algo de dinero prestado de sus padres. 

Pegó un largo sorbo a su humeante taza de café y volvió a coger el bolígrafo para seguir apuntando todo cuanto la paciente decía. 

– ¿Podría repetir eso último? No me ha quedado muy claro.

– Decía que nunca he visto a ese hombre, ¿qué es lo que no le queda claro?

– Verá – comenzó a explicar –, toda persona que aparece en nuestros sueños ya la hemos visto antes. Quizás hay caras que no reconozcamos, porque las hemos visto una o dos veces a lo sumo, pero nuestro cerebro almacena el rostro al igual que lo hace con los cientos de miles de personas que vemos a lo largo de nuestra vida. Le digo que no tiene de qué preocuparse.

– Y yo le digo que nunca, nunca había visto esa cara antes. Si en algo soy buena, doctor Henriqson, es en no olvidar una cara en la vida. 

Aquello siempre sacaba a Tom de quicio. Él intentaba poner buena cara ante aquellos maníacos que venían una o dos veces por semana, seguros de tener alguna clase de problema que, en realidad, no sufrían, pero les gustaba sentirse inseguros para que Tom les tranquilizara. Aquella mujer era uno de esos casos. Era la primera vez que acudía esa semana, pero no le cabía duda de que la volvería a ver pronto.

Siempre que Tom les daba alguna respuesta racional ante sus pasajeros problemas, éstos no hacían más que responder de malas formas, enfadados por el hecho de que no les ocurriera nada del otro mundo y un psicólogo les tuviera que poner los pies en el suelo, al menos durante un par de días. Por otro lado, pensaba Tom, aquellos clientes suponían gran parte de su fuente de ingresos, y aunque él les repetía una y otra vez que intentasen vivir la vida con alegría y sin preocupaciones, ellos no hacían más que volver a la consulta, excéntricos por alguna tontería que Tom se encargaba rápida y hábilmente de eliminar de sus atolondradas cabezas. 

El Hombre soñadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora