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Arthur

Supe que Oliver había llegado cuando me dirigí a la sala y encontré sobre la mesa de centro una caja de los chocolates que tanto me gustaban.

Me senté a esperar que Oliver bajara de su habitación. Hace unos dias recien había llegado a los 16 años; se me hacía fácil recordar todo el tiempo que habíamos estado juntos.

Cuando bajó, no se encontraba solo, había traido a su amigo que tanto me agradaba: Adam. Un jovencito muy apuesto, de cabello largo y pelirrojo. Tan amable que me sorprendían todas las historias que Oliver me contaba sobre él y que Adam mismo confirmaba; a pesar de eso no las creía.

Oliver se acercó a abrazarme y a decirme que ya había llegado; como si hiciera falta decirlo. Adam se acercó a mi y me saludó alegremente como siempre, a lo que yo respondí de la misma forma. Llevaba un buso gris y unos tejanos negros. Nos dirigimos al comedor y nos sentamos a la mesa. Como cada vez que viene, Adam se ofreció a ayudarme a servir la comida y me acompañó a la cocina. Ya conocía esta casa como si fuera propia. Suele estar aquí muy seguido y no me molesta. Su compañia es tan agradable. Aunque según Oliver solo es amable conmigo y con él. Es tan notorio que no sé como Oliver todavía no se ha dado cuenta.

Le pregunté cómo les había ido en el instituto y me respondió que normal, se disculpó por haber venido como hace siempre, recalcando que seguro yo estaría cansado de verlo todos los días y me explicó porqué estaba aquí aunque no se lo hubiera preguntado.

—Debes entender, a pesar de que te lo digo siempre, no me molesta tu presencia aquí. Al contrario, somos amigos verdad. ¿Cómo vas con mi hijo?

—Gracias Sr. Prescott— lo interrumpí para decirle que me llamara por mi nombre—. Arthur, nada nuevo, usted lo conoce muy bien.

Claro que conocía a mi hijo y sabía lo despistado que era. Pero tambien conocía a Adam y sabía que tenía algo que decirme. Cuando ya habíamos preparado todo, nos dirigimos al comedor donde Oliver nos esperaba cruzado de brazos y mirando por la ventana al sauce que estaba en el jardín, cuando nos sentamos nos dijo:

—Ese árbol siempre me ha dado cierto miedo. Lo recuerdo desde que tenía 6 años.

—A mi me gusta— dijo Adam, que no apartaba su mirada de mi hijo.

Y la verdad es que cuando tenía 6 años, solía despertarse a medianoche llorando y temblando de pavor, encontraba refugio en el peluche de Koala que habia conservado desde el primer día, aquel que lo había sostenido en mi espera. Llegaba lo mas rápido que podía a su habitación, él me llamaba entre sollozos esperando a que llegara a abrazarlo. Y ahí permanecía el tiempo que fuera necesario. Hasta que entre cuentos, anécdotas o cualquier historia que le contara se dormía, porque si algo le gustaba, era escuchar mi voz. Lo calmaba, de eso estaba seguro. Y yo disfrutaba de todo el tiempo que estaba con él. Sin importar sus llantos, siendo sincero, cuando lloraba enternecía mi corazón.

Después de comer, a Adam se le ocurrió la maravillosa idea de sentarnos bajo el sauce. Asi lo hicimos. Le tenía mucho cariño a este chico, muchos jóvenes de su edad detestarían la idea de pasar tiempo con el padre de su amigo. Él era diferente, le encantaba lo que a muchos les molestaba. Disfrutaba de lo que a otros les aburría. Y amaba a su manera.

Ahora que Oliver era lo suficientemente mayor como para temerle a un árbol, nos tumbamos en el cesped. La sombra del sauce nos cubría por completo, la suave brisa tocaba nuestros cuerpos. El tiempo era perfecto. Nadie hablaba, no había nada que decir. De cierta forma, el silencio nos llenaba, nos conectaba, nos mantenía sosegados a la espera de palabras que nunca surgirían. Palabras que realmente no queríamos escuchar porque estabamos saciados de silencio. Un silencio que llamaba la calma y nos hacía perder la noción del tiempo. Las horas se sentían como minutos. Los minutos como segundos. Los segundos, no eran nada.
Sin darnos cuenta, el cielo empezó a oscurecer mientras las ligeras gotas empezaban a caer. No lo pensamos más y entramos a casa. Nos sentamos a observar las gotas que rodaban por el cristal de la ventana, guardando el último silencio que nos quedaba.

EL SAUCE DE LANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora