El codigo estradivarius

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Ciudad de Edzna, península del Yucatán

Año 1/9 de la escala.

El fuego sobre las antorchas iluminaba las primeras sombras que surgían del ocaso del día, y de la penumbra ocasionada por los altos árboles de guanacaste, ficus y helechos bajos. La densa vegetación se ahorcaba lentamente con las lianas que llegaban hasta la misma base de la pirámide de cinco pisos hecha a base de roca y muerte, y donde esperaban su dosis de espectáculo miles de manipulables almas. El pueblo de la ciudad de Edzna había sido convocado para una nueva ceremonia de sacrificio a sus dioses y para que estos a cambio, le enseñaran lo que la providencia les depararía en los próximos años.

El silencio de la jungla solo era interrumpido por la chusma, como respuesta al sordo tañer que producía el cráneo del desgraciado al ser golpeado y después aplastado, contra la roca. Tlecoatl -el hechicero-, levantaba en alto entre sus manos los restos de una de las cabezas machacadas, dejando caer de entre sus dedos la materia gris, que aún enviaba impulsos eléctricos a sus neuronas. Su mirada se extinguía en lo más profundo de los cielos buscando la telepatía con los seres supremos que un día ayudaron a sembrar la semilla que desembocó en la civilización que ahora él dominaba con subterfugios de magia.

Aquella era la señal, el símbolo, el momento. Quedaba apenas una décima parte del tiempo, Tlecoatl lo sabía, y bajo la silenciosa orden del brujo, Zipactonal, Yoltzin y Quiahuitl, se dirigieron hacia el interior de la cúspide de la pirámide, desde donde se evitaba el follaje de la selva, y solo la tenue bruma que comenzaba a formarse, era la acompañante del maravilloso paisaje de la península del Yucatán.

En aquella cámara y encima del hueco en la pared que se orientaba hacia las tres estrellas de Orión, reposaban las tres flautas cuya manufactura en el origen de aquella civilización nadie conocía. Delante de estas y sobre una columna tallada en la roca, se encontraba el ónix morado que hasta ese momento, era observado con miedo por el jefe maya. A su lado, el brujo encargado de la ceremonia lo miraba también, sabedor de su poder sobre el máximo mandatario al manipular aquel objeto.

Tras recoger el trío sus respectivos instrumentos y cerca ya del altar de los sacrificios, aquellos primitivos músicos descansaron sobre las piedras que desde hace lustros habían sido colocadas para este propósito, y delante de ellos se colocaba el Huun. Este rudimentario papel hecho a base de la corteza del árbol del higo, era la carta magna de aquel pueblo. Había sido completada desde que los antepasados del jefe Atlacatl, se asentaron en estas tierras, de ahí su nombre: "marinero".

De extraña procedencia, se decía que aquellos primitivos habitantes habían llegado desde lejanas tierras al este ahora hundidas en lo más profundo del océano. Su medio de transporte fueron grandes canoas, que ahora en medio de la selva eran pasto de los hongos y de la degradación por la humedad, pero sin embargo, adoradas por su origen.

La lectura mental de aquel elástico papel comenzó, y sin atreverse aún a acercar sus bocas al orificio por donde se exhalaba el aire, esperaron pacientemente a que Tlecoatl depositara el ónix en la oquedad que para ello se había forjado desde que la piedra apareció entre aquel pueblo. Entonces tras escuchar el toque de la roca de origen volcánico contra la piedra y apreciar su inmovilidad, el oráculo se retiró con precaución, y dejando unos metros de prudencial distancia con la cohorte musical, dio la orden de comienzo.

Primero fue Zipactonal sentado en el centro como maestro y mayor conocedor de los secretos musicales de su pueblo, el que comenzó. Después se le unieron Yoltzin y Quiahuitl, en la emisión de una música, que instrumentos de aire fabricados con un material desconocido emitía, aumentando el misticismo del momento. No había quien se atreviera a mover ni un músculo ante tan bello, pero temido momento.

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⏰ Última actualización: Jun 20, 2013 ⏰

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