Ojos de tigre
Caren Blakemore estaba huyendo de un divorcio amargo y de un empleo estresante. Derek Allen se escondía de la prensa ávida de escándalos. Durante los días y las noches Jamaicanas, compartieron medias verdades y una pasión incontrolable...
Pero aquello terminó, y Caren aprendió que el paraíso tenía un precio. Con su reputación de seductor, todos los movimientos de Derek eran pasto de las portadas, y su relación con Caren acababa de provocar un incidente internacional.
Había una salida, pero...
¿tendría Caren la audacia de aceptarla?
Uno
—¿ Cómo ha podido ocurrir?
—Ya te lo he dicho, no lo sé. Lo siento. Fue un despiste, un fallo humano. Es la única explicación que puedo darte.
—Creo que eso mismo dijo el vigía de Pearl Harbor —comentó el hombre con ironía.
Arrojó el sobre en su escritorio con contrariedad.
—No hace falta que recurras al sarcasmo, Larry. Ya te he entendido
Caren Blakemore se dejó caer pesadamente en la silla. «Estupendo», pensó. «Justo lo que necesitaba». La habían llamado para reprenderla por una miserable carta en la que un representante diplomático transmitía a
otro un saludo amistoso. Cualquiera diría que hubiese vendido planos de mísiles a los rusos.
—Me alegro, pero lo repetiré de todas formas.
Metiste un documento en la valija equivocada. Esta vez no ha sido grave, pero errores como ese en cualquier escalafón del Departamento de Estado pueden tener serias repercusiones. La próxima vez, podrías divulgar información secreta.
—¡Vamos, Larry! —exclamó, y se levantó bruscamente de la silla. Empezó a dar vueltas con paso furioso—. Sabía que este ministerio manejaba documentos clasificados. Sabía que mi conducta debía ser impecable desde el día en que nací para poder trabajar aquí. Solo he cometido un error, Larry. Me distraje un momento y metí la carta en la valija que no era. Lo siento. ¿Vas a hacer que me interrogue la CIA?
—¿Quién recurre ahora al sarcasmo?
—Entonces, para ya.
Caren regresó a la silla, extinguido su enojo, y se recostó, presa de un agotador
sentimiento de derrota. Hacía un año que el abatimiento la dominaba. Era una carga que llevaba bien amarrada a los hombros y que, en situaciones tensas como aquella, se volvía más pesada.
Larry Watson tamborileó con un bolígrafo sobre la escribanía de cuero que su esposa le había regalado por Navidad. Encajaba muy bien en el papel de subsecretario de uno de los subsecretarios del Secretario de Estado. Llevaba el pelo cortado al uno, los inevitables trajes de color gris marengo, camisas blancas, corbatas oscuras y zapatos negros. Pero su expresión no era la reglamentaria. Contemplaba a su secretaria con compasión.
—Siento haber sido tan severo contigo, Caren. Es por tu bien.
—Eso era lo que mi madre solía decir cuando me daba unos azotes. No me lo creí entonces y no voy a creérmelo ahora —cuando alzó los ojos para mirarlo, Larry sonreía con pesar.
—Es un argumento bastante manido, ¿verdad? —apoyó los brazos en la mesa para inclinarse hacia delante—. Pero cierto. Aunque lamentaré perderte como secretaria, sé que necesitas ese ascenso.
—y tanto que lo necesito. Por muchas razones.
—¿El dinero?
—Esa es una de ellas. El colegio de Kristin es bastante caro.