Capítulo 24: Lazo roto

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Lo más brutal de la tempestad es contemplar el daño una vez que termina, porque nada retorna, porque todo son ruinas.

¿La vida es cruel y dura, pero jamás injusta? eso no parecía aplicar conmigo. El gozo no es eterno sino hasta después de la muerte, cada minuto de mi vida luchaba en mi contra y cada segundo que ganaba moría en el éxtasis. La línea de la vida está cubierta en fuego, al cruzar la muerte la línea es fría como el hielo. Sucumbiría entre hielo y llamas.

Recuerdo los árboles en otoño meciéndose al ritmo del viento, las hojas secas volando en el aire; en donde dos niños escarbaban en la arena. Hallaron una moneda a la que nombraron de la suerte, pero descubrieron un lazo de amistad inquebrantable, o al menos eso creían. Decidieron jurarse que en las buenas o en las malas, sin importar la dificultad siempre serian amigos. Sus palabras retumbaban en mi mente.

- Prometemos frente a la moneda, nuestro tesoro encontrado hoy; que siempre nos vamos a acompañar, que siempre nos vamos a defender y que siempre vamos a ser amigos y no nos vamos a decir mentiras nunca, ser como hermanos. Y compartiremos el tesoro por mitades iguales - juró el niño con su rostro impregnado de arena.

- Y que nos vamos a ayudar si lo necesitamos, y vernos todos los días, y no vamos a pelear nunca ni dejarnos solos - agregó la niña de ojos miel, con una sonrisa.

Pero pudieron sostener esa promesa por años a pesar del egoísta soplo de las tormentas.

Estaba sentada en el comedor de la cocina rodeada por asientos vacíos, totalmente ida en el recuerdo hasta que el sonido de un aplauso retumbó en mi oído, provocando un leve sobresalto en mi reacción.

- Bájate de esa nube que se te va hacer tarde para ir a la escuela - advirtió mi madre entrando a la cocina.

Había faltado cuatro días a clases esa semana, después del día en que él se marchó, una elevada fiebre apaleó en mi cuerpo. Lo que me pareció bueno, pues mi padre había mostrado preocupación por mí, y a mi madre la mantuvo cerca, cuidándome, los dos me llevaban a la clínica cuando mi temperatura registraba alta. Las medicinas recetadas me mantuvieron durmiendo todo el tiempo, por lo que casi no tuve tiempo de pensar en él. Y con respecto a mi rostro marcado por el dolor lo pude excusar culpando la fiebre.

Un pito molesto sonó en mi bolsillo, saqué mi celular poniéndolo delante de mi rostro con desanimo. Un mensaje modesto de Jimmy me exigía llamarle en cuanto lo leyera:

Ya basta de estupideces y secretos. Necesitamos platicar de mucho. Tienes que llamarme.

Fue un gesto erial y confuso de su parte; los días anteriores había estado llamando para preguntar por mi salud, y ahora de la nada estaba asumiendo ese comportamiento tenso y estresante.

- Ya sabes, cariño. Si vuelves a sentirte mal, pide permiso para regresar a casa - recordó mi madre.

Como cuando estoy pensando en una decisión que cambiaría el curso del porvenir, con desesperación deseo una intervención divina que me ayude a elegir lo correcto; entonces sucede algo que me pintó con claridad una señal quizá, o al menos es la forma en que la interpreté. Creí entender el significado que pareció simbolizar la decisión que tomé. De esa misma manera, pareció un designio cuando mi madre colocó sobre la mesa frente a mí, unos frascos en los cuales las letras de advertencia llamaron la atención de mis ojos y se posicionaron en ellos. Figuraba tóxico y venenoso. Me estremecí y mi piel se erizó con lo que fui capaz de pensar.

Partí a la escuela, en cuanto llegué me encontré con Jimmy. Tanta exageración de necesidad por hablar conmigo solo fueron teatro; apenas preguntó sobre mi estado para luego marcharse con prisa a no sé dónde. Aunque su rostro mostró interés cuando supongo notó suplicio en mi voz, en mis ojos y en mi rostro; eso era preocupante. No importaba cuan inmensurable fuera mi pugna por aparentar solidez en mi aspecto; la reacción involuntaria de aflicción tomaba las riendas.

Enigma los Van VladoisquiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora