Amanecía, y nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo. Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa, cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando ala badada de la comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de pitanza. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, estaba practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajo sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil torsión requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... solo... centímetro... más... Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
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Pronto!!! La segunda parte