Ni los grados ni la hora que marcaba su reloj eran capaces de frenar la mañana madrileña. Mireia se desplazaba haciéndose paso entre la gente, intentando no tropezar. En Aquella mañana de invierno era notable el angustioso ambiente. La gente de las calles parecía haberse multiplicado por dos, o quien sabe si incluso tres.
No era la primera vez que le sucedía aquello. Su oficina le quedaba a unos 670 pasos- porque así era ella, Mireia contaba los pasos-.
668.
667.
667 pasos y -15 minutos.
No, no le quedaban 15 minutos. De hecho, le faltaban. Ojalá pudiera comprarlos, pero por desgracia no era así. (Aunque así fuera tampoco su sueldo mediocre podría adueñarse de ellos)-
666 pasos y su mochila al suelo.
Un segundo, un giro de cabeza.
Un paso atrás. 667 pasos de nuevo. Una mueca.
El simple hecho de no mirar hacia adelante. 666,665.
Un pisotón, un aullido.
Una mirada transparente.
Una sonrisa.