Un pasado desgarrador

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—Me prometiste que harías todo lo posible por salir adelante, Lis — le reprochó su padre que sentía como su vida se iba apagando hasta sumirse en la misma oscuridad que los ojos de su pequeña. 

Dios sabía que aquel hombre había luchado con todas las fuerzas que le había alcanzado su vida, para hacerle comprender a su hija que no merecía la pena levantarse a diario si no aprendía a vivir por ella. Solo por ella y nadie más.

Sin embargo, Elisa había salido igual a su madre. Clarisa fue una mujer noble, siempre dispuesta a ayudar a su comunidad en la iglesia como la mujer católica que había sido, aunque los feligreses no siempre supieran corresponderla. Otras, no eran personas tan necesitadas como fingían pero no era lo importante. Si no hacer las cosas de corazón y tener la fe en que un pequeño cambio obrara en el corazón del resto de la gente para no ser egoístas, sin embargo, aquella tarde fría del mes de diciembre mientras tomaba un chocolate caliente con su hermana, la tía de Elisa, se marchó corriendo para ayudar a una anciana en apuros que no era capaz de cruzar la calle sola. 

Tardaron demasiado en cruzar aquel semáforo mientras se repartían los paquetes para la noche de Navidad, provocando que un coche arrollara a Clarisa. Por el efecto del golpe arrastró al suelo a la mujer que trataba de ayudar que tuvo que ser ingresada con alguna magulladura sin importancia. Cuando Lorena vio a la hermana que había querido como a una hija por la diferencia de edad entre ambas estirada en el asfalto inconsciente, creyó que no podría vivir un dolor tan intenso cómo ver a un ser querido marcharse de tu lado en cuestión de segundos. A una velocidad jamás imaginada traspasó la carretera ante los pitidos de los coches que circulaban por los carriles de al lado. No habría sabido si durante el tiempo que la sostuvo entre sus brazos, acunándola y suplicando para tenerla de vuelta habían transcurrido minutos o horas, antes de que los sanitarios llegaran para llevársela al hospital.

Observó en estado de shock como Clarisa fue trasladada a la camilla entre dos hombres uniformados. 

— ¡No! ¡No! ¿Dónde se la llevan? — interrogó a los enfermeros que estaban cerrando las puertas de la ambulancia para trasladarla hasta el hospital sin perder tiempo. Sus constantes vitales eran irregulares, sus pulsaciones iban cayendo en picado y no podrían mantenerla estable por mucho tiempo.

—Señora, la llevamos al hospital. Allí podrán atenderla adecuadamente —Lorena asintió tratando de recomponerse sin demasiado resultado. 

Miró sus manos ensangrentadas y ahora vacías sintiendo impotencia por no poder hacer más. Bloqueada por completo, lo que le impedía tomar una decisión acerca de qué era lo próximo tras abandonar a su hermana a su suerte, con la esperanza de que luchara con todas sus fuerzas.


***


A partir de aquel fatídico accidente todo transcurrió a un ritmo pausado, lento, exasperante incluso. Clarisa pasó agonizando sus últimos días de vida rodeada de las personas que la amaron con sinceridad y que lloraban sin lágrimas una muerte ya anunciada. Sin embargo, Javier, su marido prefirió aquel desenlace a la posibilidad de verla postrada en una cama, mientras se alimentaba y su cuerpo se mantenía con máquinas artificiales, los órganos vitales se irían oxidando y funcionarían peor y su cuerpo perdería musculatura. Así que él suspiró al ver la máquina que controlaba el corazón anunciar su último suspiro. 

La culpabilidad lo atormentó durante años por haber rogado y orado para que si, como ella creía, una deidad existía se la llevara lo antes posible. Si era misericorde lo haría para que el sufrimiento de su familia y de ella misma finalizara. Pero después, al comprender que no la vería de nuevo, lloró durante años y nunca se permitió fijarse en otra mujer. Tampoco sentía la necesidad de hacerlo, ya que el espíritu de su esposa lo acompañaba y lo guiaba para educar de un modo sano a su hija.

Elisa fue quién lo llevó peor. Perder a su madre siendo apenas una niña la convirtió en una niña diferente al resto de sus amigas. Tan madura y complaciente como una esposa sería y siempre con obligaciones que solo un ama de casa debería atribuirse. Mas ella sentía que era su deber. Cuidar de su padre y agradecer que no la hubiera desamparado a pesar de que su tía hubiera decidido mudarse y no volver a ocuparse de ellos. 

Lorena no era una mala mujer. Ni tampoco una mujer desalmada capaz de olvidar a su sobrina y su cuñado. De hecho, se sintió en la obligación de cuidar de ellos y no dejarlos en la cuneta. Todo marchaba muy bien, eran una familia muy bien avenida, sin discusiones y reinaba la paz en el hogar de Javier y Lorena. Tanto era así, que ella se olvidó de que él era el viudo de su hermana y ella la hija que siempre soñó tener. Aquello desembocó un bucle de sensaciones en su interior imposible de detener. 

Javier siempre le había parecido un hombre atractivo, moreno, de ojos claros y rudo. Justo lo que ella buscaba en una pareja. Era muy trabajador pero no lidiaba bien con las preguntas femeninas que pudiera hacerse Elisa, a medida que iba creciendo y todos los apuros resueltos por Lorena se convirtieron en conversaciones amenas que ambos mantenían acompañados de una copa de vino. El alcohol propició lo que ambos se habían negado. Un deseo palpitante los unía, las ansias de sentirse vivos y amados los consumió hasta que la llama se extinguió con la cordura de la sobriedad. 

Al día siguiente, Lorena incapaz de enfrentarse al rechazo y los sentimientos hacia su cuñado, hizo la maleta y se marchó sin dar más explicación que una carta dónde relataba su marcha repentina por una oferta de trabajo que no podría rechazar. Javier y Lorena no volvieron a verse y ella nunca supo que si le hubiera dado la ocasión le habría confesado, con la torpeza que le caracterizaba que era su mujer soñada.



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⏰ Última actualización: Dec 06, 2015 ⏰

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