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Hacía menos de un mes, la policía había atrapado a un asesino muy buscado, el cual había violado a sus víctimas antes de deshacerse de ellas. Su nombre era Samuel De Luque, y a partir de ahora, no volvería a ver la luz del sol. Estaba condenado a pena de muerte, y a esos prisioneros no se les permitía salir al patio.

En la planta en la que se encontraba este chico era la tercera.

Habían unas cuatro celdas en aquel pasillo. Digamos que era la planta especial, la cual solía estar más vigilada que cualquier otra.

El chico había hecho amigos. Uno era su compañero de la celda de al lado y otro era, uno que había conocido en las duchas.

Este último le había caído bien, porque incitó una pelea, en la cual su contrincante se abrió la cabeza al resbalar en aquel suelo resbaladizo.

Allí se hacían muchos grupos, estaban los más peligrosos, a los cuales los demás evitaban porque se pasaban el tiempo buscando pelea, los chungos, no tan peligrosos como los primeros, pero que igualmente pueden matarte sin pensárselo dos veces, y por último estaban los que no se metían en peleas e intentaban hacer su estancia en la prisión lo más agradable posible, ya que la mayoría de ellos pasarían allí el resto de sus vidas.

Samuel De Luque y sus dos nuevos compañeros, Percy un inglés con unas ideas dementes, y Tomás, el hombre cruel que provocaba muertes en las duchas y luego pasaban desapercibidas como accidentes. Total, a los carceleros no les importaban demasiado la vida de aquellos cabrones. Los únicos que les importaban eran unos pocos, contados con los dedos de las manos. Algunos porque, a pesar de estar allí, no eran tan malas personas de lo que realmente aparentaban, y otros porque eran sus zorritas y hacían todo lo que se les mandase. Esos últimos siempre venían bien para los trabajos sucios.

Percy y Samuel, desde el primer momento en que sus pies pisaron aquella prisión, no hacían más que meterse en líos todo el tiempo. Aquello tenían sus castigos, como lo era, por ejemplo, tener que comer en sus propias celdas, donde dependían, por completo, de los guardias a su cargo. Si a uno de ellos les parecía más divertido no alimentarlos, eso harían. Y de hecho, eso había pasado varias veces.

Algunos carceleros, incluso, los pateaban cuando tenían que llevarlos a las duchas. Aunque otras veces ni siquiera los llevaban. No merecían nada.

Pero en los tres últimos días, ambos se habían comportado, y los dejaron almorzar en el comedor, con el resto de los presos de aquel lugar.

Samuel se había sentado junto a Percy y Tomás. Habían más personas que compartían mesa con ellos, pero no hubieron conflictos en aquel momento. Supongo que querían mantener sus pequeños privilegios intactos.

Justo después de haber comido, Tomás y los otros dos se separaron.

Samuel y Percy iban al mismo pasillo, así que no tuvieron que separarse. Sólo unos dos metros, que era la separación de una celda con la otra.

Una vez estuvieron dentro de sus respectivas celdas, un par de policías aparecieron con un nuevo recluso.

Ambos hombres lo llevaban muy bien agarrado, y caminaban a pasos lentos detrás de él.



–Vamos, más rápido —habló uno de ellos—. Abre la celda. —le dijo, esta vez a su compañero.



Este se precipitó en hacer caso al otro.

Cuando la puerta de la celda estaba abierta, se hizo a un lado y esperó a que el prisionero estuviera dentro.

Le quitaron las esposas y lo encerraron.



—Bien, chicos. Os presento a vuestro nuevo compañero de fatigas. Su nombre es Guillermo, aunque para mí eso no tiene importancia. Una vez dentro de este lugar, ninguno importa.



Samuel, que ocupaba la única celda que no estaba situada a un lado del pasillo —sino que estaba al final de este—, echó un vistazo para intentar ver al nuevo chico. Desde dónde estaba podía ver a su compañero Percy, casi a la perfección, pero le resultaba más difícil ver al otro, ya que estaba más lejos.



—Amigo, yo no puedo ver a nadie desde aquí —articularon los labios del inglés—. Si sería tan amable de sacarme un momento...

—Eso no va a pasar, Percy. Así que ya puedes ir buscando entretenimiento en ese pequeño cubículo.



El nombrado sonrió con maldad y buscó a Samuel con la mirada, quién le devolvió la sonrisa.



Los de uniforme se alejaron. Uno se sentó en la silla que tenía frente a su escritorio, mientras mantenía una amena conversación con los demás.



—Hey, tú —Llamó Samuel—. Asómate, quiero verte.



El chico hizo caso omiso a los llamados del otro. No le intimidaban en absoluto los matones de prisión. Él podría acabar con él en menos de lo que canta un gallo. Al menos eso pensaba él, a pesar de no haber visto apenas al contrario.



—Oye, gilipollas —Volvió a hablar Samuel—. ¿Eres sordo o retrasado?



Percy soltó una pequeña risita, que disimuló al momento.



—Callaos —Esta vez fue Guillermo quién habló—. Preocupaos por vuestras estúpidas existencias.



Un error por parte del menor de los tres presos que se hallaban en el mismo pasillo. Él imaginaba que aquellas palabras no cambiarían nada, y en el caso de hacerlo, debería ser a su favor.

Se decía que en lugares como ese, tenías que sobrevivir como el más fuerte y encarar a aquellos que vayan a por ti. Sólo así te los quitabas de encima.

Esa regla no era del todo cierta, y pronto Guillermo lo descubriría.

Prisioneros [Wigetta]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora