El cielo nocturno conservaba todavía algunas estrellas. Un gajo de luna primaveral rozaba el horizonte sobre el mar en calma. En el prado las apiñadas ovejas guardaban silencio. El único ruido procedía de la cascada de lo alto del sendero, oculta por el bosque.
Clara y Einar estaban al pie del acantilado, juntos.
–Siento mucho que te pasara algo así –dijo ella.
–Sí, lo sé.
Einar le había contado, por fin, lo sucedido, y era mucho peor de lo que Clara imaginaba, pero aquel no era el momento de pensar en eso. Ya lo pensaría cuando llegara a la cima. Entonces tendría que hacer planes, y las revelaciones de Einar le servirían para hacerlos; por ahora debía pensar únicamente en la escalada.
–O sea que estará en la cima, ¿no?
–Al principio no, pero si le esperas, llegará. No pienses en eso ahora.
–¿Pero lo reconoceré?
–Sí, por supuesto que sí.
–¿Crees que lo conseguiré, Einar?
–Lo conseguirás –contestó él riéndose y acariciándole la mejilla–. Sabes todo lo que me ha rondado por la cabeza desde entonces, desde que remonté. Durante estos años he repetido esa escalada todas las noches, he vuelto a palpar cada roca, cada brizna de musgo, cada rama, cada hendidura y cada saliente: de noche, mientras otros reparaban sus redes o afilaban sus herramientas o estaban con sus mujeres... yo recordaba esa subida. Te he dado el mapa que he trazado en mi cabeza, y eso te mantendrá a salvo.
Se rió un poco y la abrazó.
–Sí, podrás hacerlo. En caso contrario, el fallo será mío, ¡porque yo he sido quien te ha hecho fuerte! Enséñame tu morral, hay que ceñírtelo bien.
Clara se arrodilló en el sendero, al pie del acantilado; Einar apoyó las muletas en la pared rocosa y le ajustó el morral a la espalda.
–¿Cuchillo? –preguntó.
Clara le enseñó que estaba anudado al cordón que llevaba al cuello.
–¿Cuerda?
Enrollada con pulcritud alrededor de su hombro.
–La calabaza con agua la llevas en el morral. No intentes sacarla cuando haya peligro de caída, ni aunque te mueras de sed. Hay sitios donde puedes descansar; salientes, los llaman. Si escalas sin parar, alcanzarás uno a mediodía. Allí podrás beber.
–Sí, ya me lo dijiste.
¿Qué llevas aquí? –inquirió el chico, palpando el saco–. Debajo de la calabaza, con los guantes.
–Me lo puso Alys: un ungüento para las heridas.
–Ah, bien. Puede que la cuerda te queme las manos, incluso con guantes. Si te resbalas, te arrancará la piel, pero no se te ocurra soltarla.
–No la soltaré, ya sabes que no.
–Y no te pongas guantes más que cuando utilices la cuerda: necesitas tocar la roca con las manos.
–¿Einar?
–¿Qué?
–Alys ha hecho esto –dijo Clara, enseñándoselo–. No puedes verlo porque está muy oscuro, pero puedes tocarlo.
Clara le entregó un objeto redondo y plano, y esperó a que él lo palpara. Luego dijo:
–No es más que una piedra, pero Alys la ha forrado con un trozo de punto. De color rojo. Del gorro de lana que llevé el invierno pasado.