Capítulo 14

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Mediodía. El sol estaba justo sobre su cabeza. Por debajo, Clara vio que las copas de los árboles se movían levemente. Había un poco de brisa, pero a su altura no llegaba. Se enjugó el sudor de la frente y se apartó el húmedo cabello. Se ató de nuevo el cordón con que se lo recogía en una coleta y se frotó cuidadosamente las manos en el vestido. No podía permitirse el menor resbalón en la pared de roca. Antes, más abajo, hubiera podido recobrarse de un titubeo o un tropezón, incluso habría sido capaz de continuar con un tobillo torcido. Pero aquí y ahora, el más pequeño desliz de los pies o las manos conllevaría una muerte segura. Se sopló las palmas y se las volvió a secar.

Estaba en equilibrio en un estrecho saliente. Einar le había dicho que alcanzaría ese sitio a mediodía y que debía hacer un alto para beber. Ya había bebido una vez, al alba, en los peñascos inferiores, cuando aún resultaba fácil recolocarse el morral. Aquí era mucho más difícil. Las horas en que había aprendido a mantener el equilibrio le vinieron muy bien. Se puso de lado en el saliente, no más ancho que sus dos pies juntos, y retorció el morral para alcanzar la calabaza. Bebió sosteniéndola con ambas manos, volvió a guardarla y sacó los guantes. Le iban a hacer falta.

Si en aquella posición precaria hubiese necesitado los brazos para guardar el equilibrio no habría podido beber. Pero su cuerpo necesitaba agua y Einar la había preparado también para aquello. Después de recolocarse el morral entre los hombros, afianzó bien las piernas y se puso los guantes. a continuación desenrolló poco a poco la cuerda.

Era asombroso que habiendo escalado aquella pared en una sola ocasión (la había bajado, cierto, así que quizá fueran dos; pero al bajar se había lesionado, por lo que poco habría podido memorizar de salientes y agarraderos), Einar hubiese sido capaz de recrearla para Clara. Se lo imaginó solo en su cabaña, todos aquellos años, repitiendo mentalmente esa escalada una y otra vez, trazando el mapa del acantilado noche tras noche.

«Aquí debes pararte y mirar con atención hacia delante y un poco arriba: ahí está el siguiente agarradero».

«En este sitio hay una roca suelta. Es engañosa. No pises ese saliente. No aguantaría».

«Aquí hay un nido de gaviota. Busca debajo, entre las ramitas: hay otro agarradero».

«Aquí utiliza la cuerda».

«No dejes de tocar con los pies».

«No mires abajo».

A partir de allí necesitaría la cuerda. Pero antes debía encontrar, por delante y por arriba, un árbol retorcido que salía en horizontal de una grieta. Bajo él debía haber un pequeño saliente. Tras localizar el raquítico arbolito, lo midió a ojo. Einar le había dicho que quizá fuese más grande, por los años transcurridos, y que el lazo debía tener el tamaño suficiente para pasar las ramas y enlazar el tronco.

Sin embargo, Clara vio que el árbol no había crecido: estaba negro y una de las ramas colgaba retorcida y muerta, desgajada del tronco. «Un rayo», pensó. «Le ha caído un rayo».

Intentó ver el lugar donde las raíces salían de la grieta. ¿Estarían también tronchadas? ¿Aguantarían? Pero un gran nudo de la base del tronco le impedía verlas.

Aunque Einar le había dicho que no mirara abajo, estuvo tentada de hacerlo para ver qué pasaría si el árbol fallaba, si se rompía con su peso y se precipitaban juntos al vacío. La salvó el recuerdo de la voz del chico: «Piensa solo en escalar. Piensa solo en lo que dependa de ti».

La resistencia del árbol de ennegrecido tronco no dependía de ella. Ni eso ni el agarre de las retorcidas raíces a la roca.

Einar le había enseñado a dominar su cuerpo: sus brazos, sus manos, sus dedos, sus pies y sus piernas; y con ellos podía controlar la cuerda. La enrollo sin apretar hasta que la longitud le pareció adecuada; luego hizo girar el lazo por el aire, como tantas veces lo había hecho en compañía de su amigo.

The Giver: El Hijo (libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora