Fatalidad y cerezos en flor

934 45 58
                                    

Escena Primera

— ¿Extranjero? —pregunta Momo, la geisha. Noburo asiente—. Lo tenían bajo llave. Me siento un poco mal, a decir verdad. Mi cliente favorito es prácticamente un desconocido. ¿Chino, acaso?

Noburo ríe con ganas.

—Coreano —Y corrige por ChanYeol.

ChanYeol hace mucho que ha dejado de prestarles atención a ambos y a su parloteo incesante. Esta noche en especial Momo se ha encargado, a lo largo de la velada, de llenarle seis veces el vaso con sake[1] y aquello le está cobrando ya la cuenta.

Se siente nauseabundo e irritable.

—Maldita sea.

El salón de té se vuelve hacia la oscuridad y solo un par de linternas blancas de papel iluminan el lado que tiene suerte de escenario, en donde una geisha, de kimono rojo fiesta y dragón magistral bordado en hilos de oro, les da la espalda a los comensales. ChanYeol la reconoce, la vio antes servirle el té a un hombre, el único vestido de traje occidental, envuelto en aires importantes; había tomado entonces ella la tetera de porcelana, sosteniéndole la mirada a su interlocutor, y luego la inclinó dejando entrever apenas un retazo de su muñeca derecha. A ChanYeol se le antoja la mujer más hermosa y delicada del lugar.

Al lado de la geisha, una niña sentada sobre sus rodillas con meticulosidad se cierne sobre un kotō[2]. Es regordeta y su rostro a ChanYeol le da risa, sin embargo, no está a mucho tiempo de comprender que la gracia de la niña está en crear lugares con sus dedos y no en su apariencia.

Comienza todo como un susurro sobre los párpados. Con sus dedos gráciles la maiko[3] toca dos cuerdas en la base del kotō de forma simultánea y se detiene por momentos. Los transporta a una majestuosa cascada de cristalinas y gélidas aguas protegida por un bosque invernal. Luego se hace el silencio, pero, si se agudiza el oído, se puede oír como una ligera brisa mece los cerezos deshojados, ahí, tranquila y desapercibida. La geisha de kimono rojo con dragón dorado gira con parsimonia y mira a cada uno de los presentes. Su boca es un rictus profundo, serio y rojo, y las hebras medianoche le perfilan el rostro. Se mueve apenas, muy floja, al ritmo del viento que hace oscilar las ramas, convirtiéndose así en una prolongación de ellas.

Silencio.

La maiko mueve con frenesí los dedos sobre las cuerdas más cercanas a la esquina de la base del instrumento y crea de pronto una tormenta. Sin aviso, la tranquila brisa se transforma en un torbellino impío que sacude las ramas de los árboles con cruenta violencia. La geisha yergue la cabeza, hay una flama de convicción en sus ojos. Alza luego una sombrilla que ChanYeol nunca le vio sostenerla y la abre de cara al público, mostrando cómo las ramas del cerezo se despiden de sus hojas que son llevadas lejos a merced del viento sobre su fondo rojo. Acomoda la sombrilla en elhombro y la hace girar desde el mango. La maiko sigue en su labor de crear tormenta, comenzando con la mano izquierda a tirar de una cuerda a la vez sin dejar el movimiento flemático que mantiene la mano derecha.

Y nieva. El viento se vuelve voraz y le arrebata súbitamente a la geisha su sombrilla, que, calculada, cae tranquila a los pies del hombre de traje occidental. La mujer sigue con la vista la trayectoria que deja la sombrilla y extiende el brazo, dejando ver su mano, delgada y larga, para ir a cogerla. Se le dificulta la movilidad, sin embargo, y trata de abrirse paso por entre la tormenta pero ésta no quiere dejarla y enfurece. Y por haber osado a desafiarla, la remece con fuerza. A la geisha se le cae el hombro del kimono y se le descubre el propio, pálido, exquisito, ofrecido, que no tarda en ocultar tras una persiana negra y lacia cuando mueve apenas la cabeza.

La maiko vuelve más rápido los movimientos de la mano derecha. Es una tormenta feroz. El viento ruge y hace caer a la delgada geisha con lentitud. ChanYeol lo ve todo con detalles: ella estira los brazos con gracilidad hacia un lateral, formando una perfecta línea recta hasta llegar al dedo índice, apenas alzado. Su cuerpo forma una curva sensual mientras cae con la tela ondeando hacia atrás, cual flor sacudida. Tiene la boca abierta en una mueca de terror, le grita al firmamento con la expresión de sus ojos, que han comenzado a derramar lágrimas amargas: «¡Amaterasu[4], soy yo, tu mujer! No me dejes morir en esta tormenta hambrienta de mi».

Fatalidad y cerezos en florDonde viven las historias. Descúbrelo ahora