Las reses biónicas se alejaban al paso del coche.
-No se acostumbran a este cacharro -explicaba él, con una mano puesta en el volante y el codo apoyado en la ventanilla.
-Pero..., ¿son vacas? -preguntó Mary extrañada al verlas-. ¿Vacas marcianas? ¿Dan leche? ¿Se comen? James rió.
-No le aconsejo hacer una parrilla con sus bujías y sus tuercas. Hay que seleccionar muy bien qué se puede comer y qué no de ellas. Tenemos máquinas capaces de diseccionar lo necesario para tener algo de proteína animal que llevarnos a la boca.
Mary se quedó boquiabierta al ver colgajos de carne y piel asidos por ganchos y tornillos al cuerpo mecánico de cada una de las reses.
-¿Y de qué se alimentan esos... animales? -preguntó interesada-. No veo pastos...
-Rayos de sol y óxido del suelo. Poco más hay por esta zona.
-¿En serio?
-No -volvió a reírse entre dientes-, hacemos forrajes con desechos y subproductos sacados de nuestras plantaciones en los invernaderos. Ahora se los mostraré. Señorita Ackerson, espero que esté tomando buena nota de todo lo que ve, no soy una persona a la que guste repetir las cosas. Ya sabe que, dentro de poco, usted se ocupará de todo esto. Yo ya estoy cansado y me esperan tareas menos sacrificadas.
-Pero tendré ayuda, ¿no?
-Por supuesto, tendrá a su cargo no menos de doscientos hombres.
Mary suspiró, llenando de vaho el cristal.
-¿Y a mí, señor Stafford? -preguntó Angie-. ¿Cuándo me enseñará mis tareas?
-Los invernaderos pillan de paso, y hay una zona unida a la mansión, donde está mi despacho. Lo tengo todo preparado.
Angie Dickinson llenó su pecho de emoción, implorando al cielo quedarse a solas con James. Es posible que, entonces, el señor Stafford se mostrase menos frío y más abierto en un ambiente más relajado. Unas señales de aviso dieron paso en el camino a unas verjas, que se abrieron para dejarles llegar hasta un enorme edificio de cristal y metal. Sus tejados eran como un tablero de ajedrez: unos ventanales enormes dejaban atravesar la luz, y otros tantos, sin embargo, la capturaban en sus paneles solares. El coche accedió al invernadero. La puerta se cerró, quedando a oscuras durante un instante. Una luz verde surgió y otra puerta frente a ellos se elevó con un sonido mecánico.
-Hemos llegado -indicó James.
Los tres bajaron del vehículo y caminaron al interior del invernadero. El contraste fue absoluto. El verde se comió al rojo. Parecía que hubieran viajado al interior de una selva amazónica, o quizás era un bosque canadiense, e incluso si giraban rápido la cabeza podían ver cactus, bambúes, heliconias, passifloras... Todas las flores del mundo en un pequeño espacio multicolor, húmedo, con olor a tierra mojada. Y no sólo eso, pues si alzaban más la mirada, encontraban cultivos de maíz, de soja, de tomates y cebollas.
-Señor Stafford... -dijo Mary-, ¿cómo es posible? Tantos tipos de plantas no pueden convivir en un clima como éste. ¿Qué han hecho?
-No tengo mucha idea de genética, no soy el más indicado para responder. Sólo sé que se plantan, se riegan y crecen. No me pregunte por qué.
-Eso -le chistó Angie-, no preguntes estupideces para hacerte la lista... Señor Stafford, ¿eso de ahí es una... palmera?
-Habló la premio Nobel de la obviedad... -masculló Mary bajo el casco.
James se sonrió y afirmó con la cabeza a la pregunta de Angie.
-Por cierto, pueden quitarse los cascos. Aquí pueden respirar tranquilas.
Angie se apresuró a hacerlo, no sin dificultad. Giró y giró, y después tiró hacia arriba con fuerza. Exhaló un suspiro y miró a James de inmediato, componiendo una sonrisa en su rostro, como si quitarse el casco de un traje espacial fuera algo que hacía cada día. James la miró de reojo, a sabiendas de que ella le miraba con deseo. Angie lanzó su melena al viento con un atractivo giro de cuello para captar su atención. Finalmente, él se giró y ató su cintura con la mirada. Caminó hacia ella con paso firme. Sus manos viajaron a su cuello.
-Permítame que le ayude a quitarse el resto del traje.
A escasos pasos de ellos, Mary se peleaba con su casco, bailando consigo misma, tirando arriba y abajo, gritando, gimiendo y quejándose en silencio de lo difícil que le estaba resultando sacarse esa pecera diabólica de su cabeza.
-¿Pero quién ha apretado esto? -exclamaba entre sollozos.
James detuvo su cortejo resabido y se dirigió a Mary, ante la indignación de Angie, que refunfuñó para sus adentros.
-Tranquila, tranquila -dijo deteniendo su cabeza poseída con las manos-.
-Quieta.
-No, si ya lo tengo, es sólo que...
-¡Quieta le he dicho! -James la sujetó esta vez por los hombros.
Ella se quedó muda, sintiendo esas fuertes manos estrechando su cuerpo como el que arruga una lata vacía. Entonces, James hizo un giro seco y fuerte con sus manos sobre la base del casco y tiró de él. El casco se liberó y James lo levantó muy, muy despacio. Mary, tímida como una rosa al amanecer, se descubrió ante él con las mejillas cargadas de rocío, encendidas. Sus ojos pestañearon un par de veces antes de habituarse a la luz sin la protección solar del casco; eran verdes, o grises, o azules. Todos esos colores estallaban en el universo de su iris como fuegos artificiales en la noche. Los labios fueron incapaces de pronunciar nada, pese a que se habían quedado entreabiertos, invadidos de emoción. James fue parco en palabras.
-Mejor, ¿verdad? Ambos se miraron y ella sólo fue capaz de agitar su cabeza levemente a modo de respuesta.
-Su pelo... -dijo James, pensativo.
-¿Mi pelo...? ¿Qué le pasa?
-Me recuerda al Monte Olimpo.
Mary miró sus labios pronunciando esas palabras, embelesada. James se giró y caminó por los pasillos de la selva artificial. Angie, rabiosa, no tardó en acercarse.
-Espero, guapa, que eso no haya sido un piropo.
Y se giró impetuosa, corriendo hasta ponerse a la altura de James. Mary, sin embargo, esperó unos instantes para digerir las que habían sido las palabras más bonitas que le habían dicho en la vida. Justo antes de emprender el viaje, Mary se había informado bien sobre el planeta rojo. El Monte Olimpo era el volcán más grande de todo el sistema solar. Y no sabía si eso había sido un piropo o no, pero supuso que sí, porque por el rojo de sus mejillas se podía adivinar que estaba a puntito de entrar en erupción.