Capitulo 11

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Después de la visita guiada por los invernaderos de Stafford Research, se dirigieron a las oficinas centrales de la compañía. En realidad, se trataba de la mansión de la familia. Posiblemente su despacho fuese a la vez su habitación. Angie estaba ansiosa por comprobarlo. El servicio de la casa estaba formado casi en su totalidad por mujeres, todas de gran atractivo físico. Saludaban con respeto a su señor y a las nuevas visitantes, pero Mary comprobó cómo en sus gestos hacia él dejaban un poso que no sabía si meter en el saco del rencor o del deseo. Las paredes de la mansión estaban repletas de escenas que rememoraban paisajes terrestres, bellas estampas de una vida que su familia dejó atrás hacía ya mucho tiempo.

—Bonitos cuadros, señor Stafford —apuntó Angie.

—Mis padres los compraron antes de venir aquí. Nunca han sido amantes del arte, para ellos son fotografías caras pintadas al óleo. Miren, aquí es.

James empujó una puerta alta y entraron, dejando atrás los murmullos de las doncellas.

—Mi despacho.

Un gran ventanal vestía de luz las paredes desnudas. Una mesa, un par de sillas, un ordenador holográfico y un perchero. Tan sólo una puerta entreabierta daba pie a más preguntas.

—¿Aquella puerta da a alguna sala de espera, un recibidor desde donde atender a los que vengan a verle? —preguntó Angie, mientras Mary permanecía callada.

—Oh, no —rió James—. Eso es mi cuarto.

James abrió la puerta un poco más y pudieron observar a lo lejos una cama a medio hacer. De repente se dio cuenta de que las sábanas se movían y, con cautela, cerró la puerta pese a que ambas advirtieron que James no acostumbraba a dormir solo. Pero ninguna se atrevió a pronunciar ni una palabra, haciéndose las ciegas, las sordas y las mudas.

—Creo que aquí finaliza nuestra visita por ahora —indicó él, caminando hacia la ventana.

Mary no pudo permanecer callada por más tiempo.

—Señor Stafford, nos ha enseñado todo, pero apenas me ha explicado mis funciones. No creo que ser la directora de Recursos Agropecuarios sea justamente algo liviano. Necesitaría información, fechas, proyectos, no sé, algo. Hemos recorrido todas sus tierras como si fuera un safari, sólo eso...

James se giró, sorprendido por el ímpetu espontáneo de aquella mujer. La miró apretando los labios, y se echó las manos al bolsillo.

—Señorita Ackerson, lo que usted ha visto es tan sólo un diez por ciento de nuestra compañía. Necesitaría varios días para enseñarle todo. Y sobre sus funciones y su trabajo, no se preocupe, estamos mejor organizados de lo que cree. No somos unos paletos sin cerebro.

—Yo no quise decir... —se disculpó ella.

Angie se sonreía con la cabeza agachada. James levantó una mano, aceptando la disculpa. Entonces sacó de su bolsillo una llave que lanzó a Mary.

—Es de mi coche. Lleva un mapa digital con las bases de explotación, otros invernaderos, casas de empleados... ¿Sabe conducir, verdad? Mary asintió. —Perfecto. No se espera tormenta hasta el anochecer.

—¿Llueve? —preguntó extrañada.

—No, tormentas de polvo. Tenemos sensores repartidos por toda la superficie. Intentamos controlar su llegada. Si escucha un pitido fuerte le aconsejo que se refugie cuanto antes en cualquiera de nuestras dependencias, ¿entendido?

Mary volvió a asentir un poco temerosa.

—Esas tormentas son peligrosas —explicó James acercándose a ella—. Hágame caso y no correrá ningún peligro.

Las miradas de ambos se alinearon como el sol y la luna, eclipsando la presencia de Angie.

—Le haré caso, señor Stafford. Gracias por el consejo —respondió entrecortada.

James tomó aire antes de proseguir.

—Bien, bien. Ahora es su turno, señorita Dickinson.

Angie miró de manera fría a Mary, que entendió que era el momento de salir de allí. Una vez a solas, James golpeó dos veces la puerta de su cuarto y la doncella se apresuró a salir del mismo, dejando unas palabras en el camino:

—Buenos días, señor Stafford.

—Clarisse...

La mirada de James siguió su paseo rápido hacia la salida, recordando la noche anterior. Angie se fijó bien en los ojos lujuriosos del señor Stafford. Ella sabía que ése era su talón de Aquiles, y su flecha ya apuntaba al mismo desde que se conocieron.

—Señorita Dickinson, dentro de poco traerán mobiliario nuevo para que pueda trabajar. Mientras tanto, tome una silla y siéntese a mi lado, le diré exactamente qué es lo que hará en el despacho.

—Estaré encantada de hacer lo que a usted más le satisfaga.

James achicó los ojos y sonrió. «Tan básico como todos», pensó ella.

—Señor Stafford, ¿me permite una pregunta?

—Adelante.

—Verá, ya sé que éste es el uniforme que nos han pedido llevar en la nave nodriza, pero...

—Tranquila, a mí tampoco me gustan. Pronto llegará el nuevo vestuario.

—Perfecto.

Mientras tanto, Mary se volvía a colocar su casco, ahora ya con algo más de destreza. Se subió al coche y lo arrancó. El mapa holográfico se mostró en el salpicadero. Pero lo apagó, quiso ver la zona a su libre albedrío. En realidad, quería aprovechar para pensar un poco en todo lo acontecido.

Mentalmente hizo una lista: «Punto uno: Marte es un asco. Punto dos: Angie es un pequeño diablo al que retorcería el pescuezo si tuviese plumas. Punto tres: James Stafford es un mujeriego, no hay duda de ello. Punto cuatro: Olvídate de él. Punto cinco: Te he dicho que te olvides de él. Punto seis: No puedo.» Mary pensó que hubiera sido mejor haberse dejado el corazón en la Tierra. Traérselo como compañero de viaje no había sido una buena idea, porque aunque ella quisiera evitarlo, latía cada vez más fuerte por el señor Stafford. Pero no entendía por qué. Siempre había sentido rechazo por aquellos hombres que sólo buscaban placer carnal en su cortejo. No soportaba que la mirasen como a un objeto sexual e identificaba rápidamente a los seres de esa especie. Es decir: todos. Pero James la había mirado de otra manera; había rasgado con sus ojos entornados la coraza que la protegía del amor. «Lo hace con todas», pensó autoconvenciéndose. Entonces negó repetidamente con la cabeza.

—No, no, no, no..., con todas no. Sólo lo ha hecho contigo, Mary —se dijo ilusionada—. Y más le vale a esa buscona de Dickinson que se ande con cuidado, porque si no..., ¿pero Mary, qué estás diciendo? ¡Hablas como las otras! Si Samuel te escuchara no te reconocería...

Entonces se tragó sus repentinos celos y aceleró, cerrando los ojos muy fuerte, escupiendo de sus pensamientos imaginativos las tórridas escenas de James y Angie sobre la mesa del despacho. Gruñó camino hacia ninguna parte.

A❤Marte-Iván HernándezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora