Ahora que tenía tiempo de sobra para pensar en Sigvert, Hans no pudo evitar sentirse indignado ante las declaraciones de su hermano con respecto al mundo, la vida y la muerte. Era un niño de tan solo nueve años y aquellos pensamientos, por disparatado que parezca, no parecían provenir de él.
—La vida es una opción... —dijo Hans, evocando las palabras del pequeño.
Dejando de recordar, se encontró de nuevo en su habitación. De la ventana lagrimeaban líneas de agua cristalina. Había dejado de llover y, en el exterior, se escuchaba el golpeteo de las gotas que se deslizaban por doquier.
Pasó la tarde con sus padres en la sala. La televisión estuvo un rato encendida, pero solamente sirvió para llenar el silencio que ahogaba el lugar. Recibieron algunas llamadas telefónicas por parte de colegas y amigas de Lía (tenía un hermano en Suecia, pero hacía años no sabía de él) y familiares de Peter que vivían al otro lado del país y no lograron llegar al apresurado funeral.
Peter y Lía lucían ojerosos; sus rostros tenían el aspecto de quienes no habían dejado de llorar en mucho tiempo. Estaban irreconocibles y aunque no lo notara, Hans también lo estaba. Él aún no se había puesto a pensar en cuánto había llorado. Por la noche, al acostarse, recordaría las largas y penosas horas.
Para la cena le ofrecieron sopa de calabazas, pero Hans prefirió una pizza congelada que se guardaba con otras dos en el refrigerador. Era evidente que nadie tenía la fuerza suficiente para cocinar algo decente y, a decir verdad, tampoco tenían mucho apetito, pero había que llenar el estómago a como dé lugar.
Un rato más tarde llegó la hora de ir a la cama y tratar de dormir. Los padres de Hans se despidieron de él con un beso y un abrazo. Lía le comentó que si necesitaba que lo arropara, ella podía esperar a que estuviera listo.
—No, mami. No es necesario. Ve a descansar —contestó él y trató de apartar la confortable convicción de sentirse con dos o tres años menos. Su madre sabía que hacía tiempo él se las arreglaba solo. Era ella, en realidad, la que sentía la necesidad de arropar a alguien.
Sin querer tomar conciencia de lo horrible que había sido el día, Hans se cepilló los dientes y entró a la cama como si a la mañana siguiente tuviera que madrugar. Apenas comenzaban las vacaciones de verano y en esos días no solía acostarse antes de las doce, pero en aquella ocasión, el reloj no marcaba aún las diez cuando Hans, tapado hasta el cuello con el edredón, evitaba rememorar las imágenes que con seguridad nunca se le borrarían de la mente.
Falló. Cerró los ojos y tales imágenes transcurrieron como diapositivas a toda velocidad. Algunas pasaban tan rápido que parecían cobrar movimiento. Otras, incluso, emitían sonido.
La primera imagen partió desde un acontecimiento ocurrido hacía menos de setenta y dos horas. Tras ésta, las demás atravesaron la memoria de Hans como veloces ráfagas.
Se vio a sí mismo salir corriendo de su cuarto al escuchar un alboroto de gritos y llantos; era de madrugada. Vio su madre en la sala, llorando como enloquecida y caminando de un lado a otro; a su padre con Sigvert en brazos, ambos estaban empapados. Vio las luces que cambiaban de rojo a azul y creyó escuchar una sirena que le aturdió. Distinguió los coches de policía que se acercaban a la casa. Escuchó el agónico grito de Lía al enterarse de la mala noticia. Otra vez, se vio a sí mismo apenas entendiéndolo todo, comenzando a sollozar mientras el cielo aclaraba.
Saboreó la amarga imagen del día siguiente, apenas lo recordaba: llantos, abrazos, extraños que llegaban y se iban, el abuelo Patrick y su mirada vidriosa, el eco de los lamentos a través de las paredes. La rutina absurda y automatizada de lo que había resultado el primer día sin Sigvert. El crepúsculo lejano, desgarrando el cielo...
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Anatema: la Selva de los Tristes
FantasySigvert está muerto. Sus padres no comprenden cómo un niño de su edad pudo cometer suicidio. Nadie lo entiende. Pero Hans, agobiado de sospechas, se propone llegar al fondo del asunto. Tras escudriñar en los cuadernos de su hermano, Hans descubre qu...