Mi educación antisentimental:
¿Amor en Manhattan? No, gracias...
Ahí va un relato para el día de los Enamorados. Prepárate.
Una periodista inglesa ingeniosa y atractiva se mudó a Nueva York y muy pronto pescó a uno de los solteros más codiciados de la ciudad. Tim era un inversor financiero de 42 años que ganaba cinco millones de dólares anuales. Se besaron y pasearon de la mano durante dos semanas, hasta que un cálido día de otoño él la llevó en coche hasta la casa que se estaba construyendo en los Hamptons. Juntos estudiaron los planos con el arquitecto.
—Quería decirle al arquitecto que rellenara los huecos de las barandillas para la seguridad de los niños —explicó la periodista—. Pensaba que Tim iba a pedirme que me casara con él.
El domingo por la noche, el inversor la dejó en su apartamento y le recordó que tenían una cena el martes. El martes Tim telefoneó para aplazar la cita. Pasaron dos semanas y la periodista seguía sin tener noticias de él, de modo que le telefoneó para decirle que el aplazamiento se estaba alargando mucho. Tim le dijo que la llamaría a finales de semana.
Por supuesto, no llamó. Pero lo que realmente despertó mi interés fue que la periodista inglesa no entendiera lo sucedido. En Inglaterra, dijo, el hecho de conocer al arquitecto habría sido un paso importante. Entonces caí en la cuenta de que ella era de Londres. Nadie le había hablado del Fin del Amor en Manhattan. Ya aprenderá, me dije.
Bienvenidos a la Era de la Pérdida de la Inocencia. Las luces fulgurantes de Manhattan que sirvieron de telón de fondo a las citas inocentes de Edith Wharton todavía brillan, pero el escenario está vacío. Nadie desayuna con diamantes y nadie tiene aventuras que recordar. En lugar de eso, desayunamos a las siete de la mañana y tenemos aventuras que procuramos olvidar lo antes posible. ¿Cómo nos metimos en este lío?
Truman Capote comprendió muy bien el dilema de los noventa: amor contra negocio. En Desayuno con diamantes, Holly Golightly y Paul Varjak tenían algunas restricciones —él era un hombre mantenido y ella era una mujer mantenida—, pero al final las vencieron y eligieron el amor en lugar del dinero. Esas cosas ya no ocurren en Manhattan. Todos somos hombres y mujeres mantenidos —por nuestros trabajos, nuestros apartamentos y algunos por la jerarquía social de Mortimers y el Royalton, la playa de los Hamptons, las entradas para la primera fila del Madison Square Garden—, y nos gusta. La autoprotección y el negocio son primordiales. Cupido nos ha dejado solos.
¿Cuándo fue la última vez que oíste decir a alguien «¡Te quiero!» sin la inevitable coletilla del «como amigo»? ¿Cuándo fue la última vez que viste a dos personas mirarse a los ojos sin pensar «No se lo creen ni ellos»? ¿Cuándo fue la última vez que oíste a alguien decir «Estoy locamente enamorado» sin pensar «El lunes por la mañana me lo cuentas»? ¿Y qué resultó ser la película de Navidad de Tim Allen? Acoso, película a la que asistieron diez o quince millones de espectadores para ver sexo sin cariño entre erotomaníacos, no representa ni mucho menos nuestra idea del amor pero es de lo que están hechas las relaciones modernas en Manhattan.
En Manhattan todavía se practica mucho el sexo, pero esa clase de sexo que desemboca en una amistad o en un acuerdo comercial, no en una relación sentimental. Hoy día todo el mundo tiene amigos y colegas pero nadie tiene, en realidad, amantes, aunque hayan dormido juntos.
Como iba diciendo, la periodista inglesa, tras seis meses de «contactos» y una breve aventura con un hombre que la llamaba desde fuera de la ciudad para decirle que la telefonearía cuando regresara (y nunca lo hacía), aprendió.