James Smith contempló largamente a la mujer que lloraba de espaldas a él. Se encontraba arrodillada, y los violentos sollozos convulsionaban sus anchos hombros.
James no sabía cómo reaccionar. Maris siempre había sido una dama de hierro. Altiva y fría, veía a los demás dejarse destruir por unas pasiones humanas que ella no parecía sentir. Los demás amaban, odiaban, sufrían. Maris solo los observaba, con una mirada calculadora en sus ojos pétreos, buscando conocer sus debilidades para luego usarlas en su provecho.
Había visto a Maris asesinar a un hombre sin que la expresión serena de su rostro se alterase un ápice. En ocasiones, parecía disfrutar matando, pero James sabía que no era así. Ella solo mataba cuando era necesario. Estaba por encima de cualquiera de esos sentimientos mezquinos. Si alguna vez su rostro reflejaba placer alguno cuando la vida se apagaba en los ojos de su sorprendida víctima, era por la satisfacción de un trabajo bien hecho, por el orgullo que sentía cuando su arma se deslizaba limpiamente, en un movimiento perfecto, a través de las costillas del desgraciado. No porque fuera cruel, ni porque le agradase causar dolor.
Ahora, aquella mujer que antaño parecía imperturbable, estaba hundida a sus pies. Derrotada. Vulnerable.
Por primera vez en más de veinticinco años, James había visto a Maris derrumbarse.
Súbitamente, la mujer alzó la vista y miró a su alrededor. Durante un breve instante, los ojos enrojecidos por las lágrimas de Maris se posaron sobre los de James. Él se estremeció y apartó la mirada, visiblemente conmocionado. Porque en aquel segundo, había visto morir a la Maris que había conocido y respetado durante todo aquel tiempo.
La persona que le había clavado una mirada vacía no era ella. No era la firme mujer de mediana edad que mostraba siempre un control absoluto sobre cualquier situación. Era una anciana decrépita. La culpa había anidado en su mirada. El peso de todos los años de guerra y muerte y errores no reconocidos curvaba su espalda. Profundas arrugas recorrían su frente, antiguamente lisa como la de una estatua de alabastro.
Ella, ajena al terror que había provocado su mirada en su segundo al mando, permitió que su mirada vagase por el paisaje yermo en el que se encontraban. Los temblores que se habían apoderado de su cuerpo aumentaban de intensidad conforme Maris se enfrentaba a las consecuencias de lo que había hecho, a la enormidad de su fracaso. James sabía lo que pasaba en aquel momento por la embotada mente de la brillante estratega que había sido una vez, porque se trataba de los mismos recuerdos que atormentaban la suya propia.
La imponente Torre de acero, cuya aguja parecía rozar las nubes, había sido destruida en uno de los bombardeos más catastróficos que se recordaban en la región. Era el orgullo de la ciudad: gigantesca y esbelta, parecía desafiar al cielo con su impresionante altura y su increíble resistencia. No era un edificio hermoso, como tampoco lo era ninguno otro en aquel mundo práctico y funcional. No obstante, la Torre era el símbolo de la ciudad. Había sido creada para ser indestructible, y no hubo persona en la ciudad que no temblara de espanto ante su caída. Porque todos sabían que aquello significaba que habían perdido. Que muchos de ellos no vivirían para ver otro día, que ya no les quedaba esperanza.
Los demás edificios habían sido reducidos a escombros también. No quedaba uno en pie. Al fin y al cabo, si la Torre no había resistido los ataques, ¿cómo podía cualquier otra construcción aspirar a hacerlo?
Los esplendidos jardines en los que no hacía tanto correteaban los niños en los escasos ratos libres que les dejaba el exigente entrenamiento, aquellos vergeles que poco tenían que envidiar a los espesos bosques del norte, no eran ahora más que un amasijo de cenizas frías. No había quedado un árbol vivo. Hasta el brote más insignificante había sido pasto de las voraces llamas que habían consumido el Jardín. Todos sabían que este era lo único que hacía respirable el aire de la ciudad aún en tiempos de relativa paz. Una vez destruido, los supervivientes de la masacre no tardarían en morir asfixiados o en verse obligados a dejar su tierra.
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Derrota
Short StoryComencé a escribir esta historia hace casi un año. La inspiró la canción adjunta. No me gustó cómo estaba quedando y la dejé poco antes de escribir el final, que ya había decidido. Hace unos meses la encontré en mi ordenador y llegué a la conclusión...