Notaba como poco a poco se ahogaba. Sus pulmones pedían oxígeno a gritos, como si hubiese pasado un largo rato nadando en el mar. Sus brazos se agitaban en la nada en busca de ayuda, pero no obtenían respuesta; su voz retumbaba en su cabeza pero sus cuerdas vocales no emitían sonido alguno. Sin embargo, no estaba bajo el agua; no estaba sola; no se movía.
Estaba de rodillas en medio del frío asfalto de la calle mientras se abrazaba el cuerpo con los brazos y sus ojos ardían por las lágrimas que pugnaban por salir. Del cielo gris caían pequeñas gotitas de lluvia que instaban a la chica a refugiarse. Pero ella no se movió.
La gente que pasaba por su lado la miraba con indiferencia o con desdeño, despreciando la forma torpe en que los hombros de la chica se agitaban al ritmo de su llanto. Nadie mostró preocupación por una desconocida que lloraba angustiada sin motivo aparente.
Alguien le dio un empujón y ella por fin reaccionó. Tenía que salir de allí, de aquel grupo de gente apresurada e impasible que corría a refugiarse de la lluvia sin importar la chica tirada en medio de la calle. Tenía que huir.
Se levantó aturdida del suelo y comenzó a caminar en contra de la marea de transeúntes que llenaban las calles de la ciudad. La lluvia arreciaba pero a ella no le importó. No era consciente de ello. Solo un pensamiento ocupaba su mente e invadía cada fibra de su ser.
Solo lo veía a él. Sus ojos oscuros que la atravesaban de arriba a abajo con escrutinio y la hacían estremecer. Cómo poco a poco se alejaba entre el gentío con ojos fríos y vacíos, carentes de emoción. Y cómo ella se hundía en una profunda oscuridad sin retorno. Lo había sentido en su propia piel, como un agujero negro que absorbe todo lo demás y solo deja ese sentimiento de vacío, porque es tan grande que ni siquiera así se puede eliminar.
Solo prestaba atención a ese hueco recién formado en su pecho que la consumía con lentitud, como si el tiempo se hubiera detenido. No prestaba atención a nada más. Las lágrimas recorrían su rostro sin tregua, pero llorar no aliviaba su pesadumbre ni le ayudaba a calmarse. Ya nada lo hacía.
Iba tan ensimismada en sus pensamientos que no se dio cuenta de hacia donde se dirigía ni si iba en la dirección correcta.
De pronto, un golpe. Oscuridad y silencio. Un torbellino de imágenes en color y de sonidos inconexos y estridentes pasaron a toda velocidad por su mente confusa. Amor. Igual de bonito que el cielo azul de la primavera y tan devastador como un tornado que se lo lleva todo a su paso. Dolor. Frío y abstracto, que se colaba por la más mínima rendija de su alma y crecía poco a poco, arrastrándola consigo.
No supo cuando tiempo pasó así. Días, quizá meses, años... Tal vez solo unos segundos. Pero a ella le pareció una eternidad. No quería despertar, quería permanecer así para siempre. Pero todo llega a su fin. Y lo último que ella pensó fue: "Inalcanzable".
El amor, la más mortal de las cosas mortales. Te mata tanto cuando lo tienes... Como cuando no.