Clara yacía jadeante en suelo firme. Estaba a oscuras. Había perdido tanto tiempo con el ataque de la gaviota que cuando llegó a los peldaños finales ya había anochecido. Einar le dijo: «No mires abajo», porque ese último tramo, pese a subirse con relativa facilidad gracias a los extraños afloramientos que conformaban una especie de escalones, era absolutamente vertical. Hubiese sido terrorífico mirar abajo y darse cuenta se la verdadera magnitud de la caída. Que perdiera el agarre a causa del terror y se precipitara hasta el mismísimo fondo... ese era el miedo de Einar. Sin embargo, una vez en la cima, Clara se levantó para mirar por el borde del acantilado, y solo vio negrura. Sobre su cabeza, el firmamento estaba cuajado de estrellas.
Se tocó la herida del cuello; aunque tenía una costra de sangre y le dolía mucho, no parecía grave. Clara las había visto peores en niños caídos se las rocas. Lo más preocupante era el brazo. Desató la tira de cuero y la dejó caer. Luego quitó la piedra incrustada en las algas. El forro de lana roja le indicaría a Einar que estaba a salvo. Se preguntó si su amigo distinguiría las manchas de sangre. Clara besó la lana para tratar de imprimirle un mensaje, un gracias, un adiós; después lanzó la piedra lo más fuerte que pudo hacia la noche que envolvía el acantilado.
Dejó las algas sobre el corte y se ató otra vez la tira de cuero con ayuda de los dientes. Luego se calzó las sandalias. Según Einar, debía esperar allí hasta el amanecer, porque entonces llegaría el hombre de la capa negra. El hombre que la llevaría con su hijo. Einar ignoraba cómo; solo sabía que el desconocido era poseedor de extraños poderes. Se presentaba ante la gente que necesitaba ayuda y se la ofrecía.
Clara pensaba aceptarla. Según Einar, había un precio y tendría que pagarlo. En cualquier caso, no cabía elección. Rechazar su ayuda originaba terribles castigos. El joven los había sufrido en carne propia. El hombre se le acercó, sabedor del frío que tenía tras la escalada, de que sus pies estaban a punto de congelarse, y le ofreció, por un precio que ambos convendrían, calor, comodidad y trasporte a cualquier sitio que deseara. Resultaba muy tentador, pero Einar era testarudo y orgulloso. Rechazó el ofrecimiento:
–No te necesito. Soy fuerte, he trepado solo.
–Te doy otra oportunidad –insistió el hombre–. Te aseguro que podrás permitirte pagar el precio y que el intercambio será justo, no lo dudes.
Pero Einar, a quien el desconocido le inspiraba cada vez más desconfianza, volvió a negarse. Sin previo aviso, se encontró en el suelo, aplastado y debilitado por una fuerza misteriosa. El joven se quedó allí, incapaz de moverse, mirando horrorizado mientras el otro rebuscaba debajo de su capa, sacaba un hacha centelleante y le cortaba la mitad del pie derecho primero y del izquierdo después.
A ese hombre esperaba Clara. A ese hombre iba a decirle que sí.
Se apartó lentamente del abismo y se abrió paso en la oscuridad hasta un parche de tierra musgosa cercana a unos arbustos. Se acomodó en el musgo y cayó en un sueño agotado. Cuando el hombre se presentó había amanecido y Clara continuaba durmiendo. Él le tocó el brazo y ella se despertó sobresaltada.
–¡Bellísimos ojos! –exclamó el hombre.
Clara parpadeó y se quedó mirándolo. No era como se lo había imaginado, sino absolutamente normal. Ella esperaba a un hombre de aspecto imponente, terrorífico, sobrecogedor. En lugar de eso se encontraba con un tipo flaco y estrecho de hombros, de cutis cetrino y cabello negro; eso sí, sin un pelo fuera de lugar. Además, para aquel paisaje desolado –al mitad alrededor, Clara no distinguía más que páramos–, llevaba el atuendo más estrafalario que Clara jamás había visto. Debajo de la capa que Einar le había descrito, vestía un traje negro muy ceñido con una especie de raya o pliegue vertical en las perneras; zapatos de cuero muy fino y muy brillante; y guantes, pero no los habituales mitones de punto, ni las resistentes prendas que la habían ayudado en la escalada, sino guantes negros de un tejido sedoso que se amoldaba perfectamente a sus finos dedos.