Max

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  Marzo de 1942, Alemania nazi, 
campamento militar de Nuremberg.

Habían pasado ya tres días con todas sus horas en el campamento desde que llegué y ya había revisado a prácticamente todos los soldados. Repentinamente, tenían la necesidad de verificar su estado de salud. Ya, como si yo fuera imbécil. Me tocaba trabajar entre los alaridos, chistes y risas de los chicos, sintiendo vergüenza ajena constantemente. Cualquiera diría que estábamos en medio de una guerra. Aunque, ¿quién podría culparles? Tenían pocos momentos de relax, y era mejor aprovecharlos de la única forma que sabían. Tal vez les tenía un poco de envidia; para mi no existía momento de relax más que cuando todos dormían. 

Aprovechando que el campamento no era muy grande y siempre había alguien cerca de la caseta de enfermería, me dispuse a realizar un inventario del material como excusa para escuchar lo que hablasen, que no era mucho ni muy interesante. De hecho, sólo podía oír cómo hablaban de las fotografías de una revista que uno de ellos sostenía. Fotografías de mujeres ligeras de ropa, como es natural. Resoplé por lo bajo unas mil veces, concentrada en mi trabajo, colocando todo en cajones y apuntando en una pequeña libreta.

Estaba ensimismada en mis propios pensamientos, tratando de tramar algún plan para conseguir rápido la información que necesitaba y largarme cuanto antes de allí, cuando oí a alguien carraspear. Le había visto entrar a la caseta, por el rabillo del ojo, pero lo había ignorado como al resto de hombres. Sin embargo, al oírle, me sentí obligada a prestarle atención, mirándole con una ceja alzada en gesto dubitativo.

—Es el nuevo material que acaba de llegar —dijo el soldado sin apartar la vista de mi, por lo que tardé uno segundos en darme cuenta de que había dejado una caja en el suelo recientemente.

Asentí con una leve sonrisa forzada. Genial, más material para inventariar. Ahora tendría que empezar de nuevo. 

—Ya era hora. Un poco más y tengo que coseros con horquillas —Me di cuenta enseguida de que había sonado un poco borde, por lo que me apresuré a fingir otra sonrisa, como si hubiera sido una broma inocente de una dulce enfermera—. Déjalo por ahí, ya lo ordenaré yo, supongo... —Suspiré resignada sin poder evitarlo. 
—Bueno —comenzó el soldado, captando nuevamente mi atención—, no me han encargado nada más que traerte las cajas... de momento. Si quieres, cuando acabe puedo echarte una mano.

Fruncí el ceño confundida, sin apartar la mirada de aquél hombre. Traté de leer sus intenciones, porque o me estaba volviendo loca, o era el primer hombre que no me trataba como un trozo de carne e incluso se ofrecía a ayudarme en mi trabajo. Aún así, no descarté que buscara lo mismo que los demás, quizá con algo más de cabeza. Asentí con levedad, sin dejar de mirarle; no me iba a venir mal algo de ayuda.

—Claro. ¿Son muchas cajas? —pregunté fingiendo curiosidad, cuando en realidad sólo quería escucharle hablar, ver cómo se movía, sacar información mediante la observación.
—Al menos otras cinco —contestó aparentemente haciendo memoria—. Intentaré no tardar mucho —y dicho esto, inclinó la cabeza en gesto respetuoso y fue en busca de las demás.

Fruncí los labios mientras observaba cómo se iba, antes de volver la vista a la libreta. Chasqueé la lengua molesta, arrancando la hoja que tenía escrita ante mí. Tendría que empezar de cero. Hice una bola con el papel y lo tiré a la basura, dejándome caer en una silla mientras esperaba a que terminara de traer las cajas. Si ya es duro el trabajo de enfermera, más duro es ser espía y enfermera a la vez. No era eso para lo que me habían preparado, pero no me quedaba otra opción.

El hombre volvió hasta cinco veces más, cargado de pesadas cajas, sin si quiera quejarse o mirarme más de lo necesario mientras yo lo observaba desde mi silla. Sólo con la última estiró la espalda y sentí un poco de culpabilidad, pero no tardó en desaparecer. Aún así, estaba sorprendida por la eficiencia y la rapidez de ese hombre, así que me levanté de la silla, con una leve sonrisa, acercándome a las cajas para abrirlas una a una y examinar su contenido.

—Bien, gracias... —murmuré mientras revisaba que todo estuviera en orden— Vale, las vendas van en el tercer cajón del armario blanco. ¿Serás capaz de hacer un trabajo tan difícil? 

Enarqué una ceja, ladeando una sonrisa burlona, esperando a que las sacara para ir contándolas y apuntándolas. Por respuesta recibí la sorpresa del soldado y una sonrisa ladeada poco después. Una sincera, aparentemente, y no sólo una sonrisa forzada para seguirme el juego. Poco después, fuerza una mueca de desesperanza mirando al armario y las cajas seguidamente, lo cual me hizo sonreír y bajar la mirada a la libreta para tratar de ocultarlo.

—Sin duda será difícil, pero creo que podré arreglármelas —su expresión cambió a una de plena confianza en sí mismo y empezó a trabajar. Vaya con el soldadito gracioso.

Me dediqué sencillamente a ir apuntando lo que iba colocando, no sin lanzarle alguna que otra mirada furtiva, porque ese espécimen era lo más raro que había visto en todo el campamento. A lo mejor era yo la que conocía a pocos hombres agradables, o a pocos hombres a secas, pero para mi no dejaba de ser... diferente. Interesante incluso. Aunque no lo suficientemente interesante como para olvidar mi cometido. Una vez y acabó con las vendas, me acerqué a él para verificar que todo estaba en orden.

—De acuerdo. El material estéril y quirúrgico va en el cajón de arriba —dije señalando un estante al que yo no llegaba, pero seguramente él si—. ¿Serás capaz de colocarlo sin hacer que pierdan su virginidad? 

Mi mirada y mi sonrisa derrochaban una picardía. La cara de sorpresa del desconocido fue suficiente para que me arrepintiera inmediatamente. Una señorita debe ser algo más recatada y no salirse de tono, menos aún con un hombre, y menos aún si es un desconocido. Al menos eso me habían enseñado. Carraspeé bajando la mirada, incómoda, y seguí apuntando cosas en la libreta. Quien dice apuntando, dice haciendo garabatos. 

—Claro... —murmuró centrándose en la tarea, mientras yo me maldecía internamente. 

A pesar de todo, no pude evitar lanzarle otra mirada mientras él estaba distraído, sonriendo como una niña traviesa. A saber qué estaría pensando de mi ese hombre. Por mi parte me dediqué a colocar las cosas menos pesadas y una vez y terminé mi trabajo, suspiré atusándome un poco el pelo, mientras observaba con cierta diversión el cuidado, quizá excesivo, que ponía el soldado en la colocación del material.

—Buen trabajo, soldado —Sonreí ladina, tendiéndole la mano—. Nicole Rosenbaum, creo que no tiene usted el placer de conocerme. Esbozó media sonrisa al oírme tomando mi mano con una suya mientras fijaba la mirada en mis ojos.
—Cierto, no tengo el placer —dijo antes de llevar mi mano suavemente hasta sus labios para depositar un suave y caballeroso beso en ella—. Max Eisenhardt. A su servicio.

Sería inútil negar que sentí algo removerse en mi. Enarqué una ceja, al ver que miraba mis ojos y no mi no-tan-sutil escote, pero para ser justos, yo tampoco pude apartar la vista de sus ojos. Necesité recordarme a mi misma varias veces que estaba allí por un trabajo, uno muy concreto y muy restrictivo, y que él, en parte, era mi enemigo natural. No podía permitirme flirtear y mucho menos con un alemán. 

—Gracias por la ayuda —Solté su mano lentamente, intentando no ser brusca, y miré alrededor, tratando de distraer la atención—. Creo que va a empezar a llover —Max llevó las manos a sus bolsillos con actitud despreocupada y sonrió ladino.
—¿Necesita algo más, señorita Rosenbaum? —preguntó sin dejar de mirarme. Yo lo miré de reojo y negué con la cabeza.
—Nada más —Miré mi reloj, tan solo por hacer tiempo—. De hecho, ya he terminado por hoy. A no ser que haya alguna emergencia. ¿Tiene usted alguna emergencia, señor Eisenhardt? —volví a ladear una sonrisa, cruzándome de brazos con aire divertido.
—Ahm.. no, no que yo sepa —contestó aparentemente confundido por el cambio de actitud, lo que a mi me divertía aún más. De pronto, sacándome de mis pensamientos y haciendo que me sobresaltara, una voz sonó imponente acercándose a la enfermería.
—¡Eisenhardt!

Continuará...

They can't take that away from meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora