Mármol y Rosas

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El entrenamiento fue una prueba ardua y tediosa para mis alumnos. Gran parte del tiempo lo pasaron meditando, intentando sentir el universo dentro de ellos. El calor de la tarde se hacía notar en mi espalda mientras observaba desde un pequeño saliente de roca, con una sonrisa ladeada al ver los bostezos de agotamiento de los jóvenes. Recordé mis propios días de aprendiz y lo tediosa que podía ser la meditación.

—Por hoy hemos terminado —anuncie levantándome y sacudiendo la gravilla de mis manos.

—¡Ya era hora! —Rejard se tumbó en el suelo con un suspiro de agotamiento—. Si tuviera que meditar un segundo más, iba a perder la cabeza.

—Por primera vez, estoy de acuerdo contigo —suspiró mi otro aprendiz, dejándose caer de espaldas y estirando sus extremidades para relajar sus músculos.

—Solo quiero arrojarme en la cama y no despertar —dijo finalmente mi aprendiz más pequeña, levantándose del suelo y apresurándose a regresar a su dormitorio.

Los observé en silencio, estos niños poseían un potencial único vislumbraba un futuro en el que su destinado era convertirse en los próximos sucesores de las armaduras doradas. Llevé una mano a mi pecho mientras el sol se ocultaba lentamente. Ese era mi deseo, y estaba decidida a luchar por él. No permitiría que estos inocentes niños tuvieran que cruzar el mismo camino que yo. Estaba dispuesta a enfrentar las duras leyes del Santidad, pero no iba a dejar que vistieran la esencia de una estrella moribunda.

—Vamos, es hora de regresar. Se merecen un buen descanso. Mañana al alba los quiero ver recargados de energía.

—¿Por qué tan temprano? —se quejó Rejard, con una mueca de disgusto en su rostro.

—No te quejes. Al menos que quieras ser siendo un aprendiz y que te supere cierto muchachito de cabello castaño, tienes que esforzarte.

—Ya lo sé —dijo Rejard, cruzando sus brazos con resignación.

El sol se había ocultado por completo, dejando ese característico color violeta anaranjado. Las primeras estrellas pintaban el cielo nocturno. Todos se habían marchado, y decidí caminar por los exteriores del Santuario, donde la hierba y los árboles se extendían por kilómetros. El sonido de los insectos colmaba mis sentidos junto con el leve rugido de un río.

Las luciérnagas, como pequeñas almas errantes, iluminaban el paraje silvestre junto con las estrellas. Me detuve a orillas del río, acercando una mano a las aguas tibias. El calor de la época del año se hacía notar incluso en la noche, y el frescor del agua relajaba mi piel. En medio de la naturaleza, lejos de cualquier indicio de civilización, decidí relajarme en este ambiente, deshaciéndome de mi incómoda ropa de entrenamiento y permitiendo que las aguas cálidas aflojaran cada centímetro de mi cuerpo. Mi largo cabello ensortijado danzaba libre en la superficie del agua, y mi piel dorada se erizaba, dándome el frescor que necesitaba. Mi cuerpo y mente se dejaron llevar por el relajante masaje, mis ojos se mantenían cerrados, concentrándome solo en el hipnótico sonido de las cigarras y el viento que rozaba las hojas de los árboles.

Un ligero cosmos llamó mi atención. Era extraño, al estar lejos del Santuario, se acercaba lento y seguro. Logré reconocerlo. Se detuvo cerca de una roca alta a mi espalda. Con calma, saqué una mano del agua y, con el tronar de mis dedos, causé una explosión donde se encontraba el fisgón, provocando que tuviera una aparatosa caída a las orillas del río.

—¿¡Oye, por qué demonios hiciste eso!? —gritó, colocando su mano en la cabeza.

—¡Y te atreves a preguntar! ¡Eres un degenerado, Manigoldo! —respondí, intentando mantener la calma; sin embargo, mi ceño fruncido denotaba lo contrario.

La Estrella Agonizante (Terminada -En edición )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora