1. Sofía

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        Llovía.

        Con la cabeza apoyada en el cristal observaba cómo las luces de los coches iluminaban la estrecha calle al pasar. También los contaba, balanceando los pies que no llegaban a tocar el suelo desde aquella silla tan alta. Esperaba ver aquel coche rojo tan bonito que su padre había comprado unos meses atrás. El frío que la ventana adquiría del exterior la estaba congelando la frente y mojando su flequillo castaño. Ella lo sabía, y sabía también que al día siguiente estaría enferma. Aún así, estaba dispuesta a esperar hasta ver llegar aquel coche rojo.

        Hacía tiempo que se había escondido el sol para dejarlo todo ahogado en esa oscuridad tan húmeda de febrero. ¿Qué hora era? Le daba igual. De todas formas, no sabía leerla en el reloj de números romanos de madera colgado en su pared, ese que tan poco le gustaba por el "tic tac" de cada segundo.

        Sus párpados eran entonces piedras más pesadas que nunca, y sus manos, frías como siempre, temblaban en sus piernas. Era la primera vez que las notaba heladas ella misma, tanto que la quemaban los muslos a través del camisón. Así se durmió, sentada en la silla alta, con la cabeza apoyada en la ventana fría y el reloj sonando de fondo en una profunda noche de febrero.

        "Sofía..."

        Algo cálido se apoyó en su hombro.

        "Sofía..."

        Esta vez, su nombre vino acompañado de un leve zarandeo.

        "Sofía, cariño, despierta."

        La niña abrió los ojos lentamente y miró alrededor. Consiguió distinguir una figura a la que tardó en enfocar. Su niñera tenía la mano en su hombro y estaba agachada al lado de la silla. Su amable sonrisa la envolvió unos instantes, evitando que recordara lo pasado por la noche. La ofreció la mano del hombro para levantarse. Así lo hizo, aunque el momento en el que se puso recta, un pinchazo la cruzó de sien a sien.

        Inmediatamente se llevó sus pequeñas manos a la cabeza, soltando a su niñera y cayendo al suelo con un ruido sordo.

        Fue una fiebre larga y tal vez demasiado dura para una niña de solo 6 años, que pasó acompañada de su madre, todos esos días vestida de negro, y la cuidadora. Su padre no regresó.

        Meses después, ambas se mudaron a la capital. Se alojaron en casa de un matrimonio inglés. Él era médico, y su madre trabajaría allí por varios años como asistenta.

        No comían con ellos, sus habitaciones estaban en otra planta, no tenían permitido usar el baño a partir de las 10 y su madre debía llevar uniforme.
Mary, la señora de la casa, era encantadora con Sofía. La llevaba al colegio y jugaba con ella mientras su madre trabajaba. Además, la enseñaba inglés. Oírles hablar entre ellos continuamente todos los días durante tantos años hizo de ella una chica bilingüe. También aprendió a cuidarse las uñas, ella decía que la elegancia de una mujer residía allí y en llevar la cara siempre despejada. A George, por el contrario, parecía molestarle su presencia, y cada vez toleraba menos que su mujer estuviese con una niña que no era su hija. Discutían. Pasaban los años, y las discusiones cada vez eran más frecuentes. George desaparecía y regresaba a altas horas de la madrugada sin dar explicaciones, mientras que Mary se volvió más fría con todos, incluida Carmen, la madre de Sofía, aunque todavía tenía un afecto especial por la niña. A los 11 ya era más consciente de todo lo que sucedía en aquella casa, escuchaba por horas a la mujer, todo lo que esta necesitara para desahogarse. Ambos se controlaban demasiado, las salidas, las compañías, los gastos de dinero... Y Mary se lo contaba todo a la joven. Era como su caja de secretos. Aunque la mujer siempre dejase a su marido como el malo, Sofía opinaba que ninguno era culpable, simplemente que ambos eran demasiado distintos para estar casados, y eso que George no era de su agrado. Claro que esto se lo guardaba para ella.

Escrito en la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora