Y de nuevo desperté.

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De nuevo me desperté en un mar de sudor, y esta vez estaba en un campo de flores de delicado olor y tonos pasteles. La lavada gama de colores me hacía ver que, al igual que antes de despertarme, estaba en un intrincado sueño cuyo final sería impredecible. Antes de las flores, mi mente me dio la bienvenida en una celda sucia y maloliente, y sabía de antemano que no tenía razón para estar allí, así que no fue difícil escapar. Pero esta vez era diferente. Esta vez no quería salir del sueño, pues lo hallaba tan tranquilo e inmarcesible, que no tenía ningún deseo de despertar.

Mientras caminaba entre las bellas flores, contemplé a lo lejos una rosa amarilla, que brotaba entre las demás como el oro resaltaba entre las rocas comunes y corrientes en una mina, esperando ser excavado. Hice lo que cualquiera habría hecho: me acerqué y olí la preciosa flor, aparentemente inofensiva. Y quise arrancarla, para después querer arrepentirme por hacerlo. Al arrancar aquella rosa, sus pétalos salieron volando cual mariposas amarillas, y del tallo cortado rezumó, en vez de savia, sangre a borbotones. Y de nuevo desperté.

Horrorizada, ahora abría mis ojos en una habitación de estilo victoriano, bellamente decorada con antigüedades varias. No había nadie en la estancia, que carecía de puertas y ventanas. Estaba sola, como siempre lo estaba mientras soñaba. La cabeza me daba vueltas, y sentía un cosquilleo en las pantorrillas que me incomodaba. Intenté sentarme en la cama, sin éxito. Me invadía un dolor en las piernas que era difícil de aguantar, y presa de la curiosidad, me quité de encima la colcha que me cubría. El cosquilleo de mis piernas estaba causado por gusanos, que se daban un festín en mis piernas podridas. El olor a rancio que salía de mis pies me hizo despertar de nuevo.

Me recibió la cima de una montaña. El aire gélido me llenaba los pulmones y me refrescaba el olfato. Rodeada de nieve, y viendo que esta vez mis piernas funcionaban, caminé cuesta abajo. No sentía frío a pesar del paisaje helado que veía a mi alrededor, y confiadamente seguí bajando la montaña, hasta que repentinamente, un alud de nieve me aplastó, haciéndome despertar.

Era un espacio reducido, tal vez un túnel. Estaba rodeada de tela acolchada, y no podía moverme bien. Esta vez se sentía diferente: oía un murmullo ahogado, estaba acompañada de muchas personas en este sueño. Era la primera vez que sucedía. De repente, alguien abrió una pequeña compuerta sobre mi cabeza, y lo comprendí. Estaba en un ataúd.

De tanto que había soñado, no recordaba bien la cara de mi madre, y al verme frente a un público vestido de negro, comprendí lo que pasaba.

Escuché a un sacerdote hablando, algo sobre un coma, algo sobre celdas sucias y frías, algo sobre flores, sobre camas victorianas, sobre nieve, sobre la muerte. Al parecer yo estaba muerta, pero después de tanto soñar, no me sentía tal. Lo cierto era que nunca me volvería a levantar.

Aceptando mi circunstancia y sabiendo que nunca volvería a ver el mundo real, esperé que cerraran el ataúd. Luego me di la vuelta y seguí soñando, destinada a nunca despertar.


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