Prólogo

850 53 9
                                    

Volteó en silencio sintiendo el aire en su rostro como si el día se fuera volando con él y el Sol, asustado, se escondiera detrás de las montañas. Las nubes nadaban por el firmamento bajo un manto de tonos rojizos y anaranjados que se difuminaba con el paisaje infinito que comenzaba a oscurecer. Ella simplemente se lanzó, sin pensar en las consecuencias. Sus brazos se extendieron como en un baile antes de que sus alas la imitaran y su caída libre se convirtiera en un vuelo que la había salvado del impacto contra el suelo.

Sus ojos absorbieron el color dorado de los últimos rayos de Sol como si fuera su propio color, cuando en realidad era una farsa que disfrazaba el café. Planeó convirtiéndose en una sombra más de aquel silencioso crepúsculo. Estaban cerca, pero ella no sabía cómo evitarlos.

Aun así, continuó, esperando que la noche se volviera su cómplice y aterrizó cerca de unos estrechos callejones de bellos techos puntiagudos, los cuales delataban el estilo antiguo pero conservado; ya fuera porque alguien se había encargado de mantener el barniz de la madera perfecto o por la magia que contenían las paredes.

Sus pies rozaban el empedrado en un ritmo sigiloso que se combinaba con el goteo del agua en la esquina del único callejón que parecía tener vida. Sentía el cansancio en su cuerpo, pero no se atrevía a expresarlo en voz alta, hasta que ya no pudo más y se recargó contra un muro del que sobresalían un par de piedras descomunales que dibujaban el fondo de un color nostalgia bastante desolador.

Trató de respirar hondo, sintiendo sus alas agitadas. Se las observó volviendo la cabeza levemente hacia atrás. Un par de plumas plateadas cayeron al suelo mientras los animales nocturnos anunciaban su llegada con relajantes sonidos que hacían parecer que el mundo seguía su mismo ritmo.

Ella sabía que no.

No muy lejos de allí se desataba una batalla de la que ella había huido sin mirar atrás, intentando ignorar el remordimiento. Se consideraba una criatura poco aferrada a los sentimientos humanos, pero muy en el fondo se engañaba. Sólo que nunca lo admitiría. Mucho menos en aquel momento, en el que su vida dependía de ignorar todo lo que sentía.

—¡Pequeña! —escuchó una voz gutural.

Los latidos de su corazón se aceleraron cuando salió corriendo, rompiendo finalmente la cristalina quietud de la noche. Todo a su alrededor volvió a desaparecer; eran sólo su alocado corazón y ella, corriendo por sus vidas y listos para dejar de tocar el suelo en cualquier momento.

Entonces un látigo la tomó por el cuello y su cuerpo se precipitó hacia atrás en una fuerte caída que casi la deja inconsciente.

Sintió todas sus entrañas rebotar contra la dura cama de piedra cuando un líquido caliente mojó su piel desnuda. Una lágrima rodó por su mejilla en respuesta al profundo dolor que experimentaba en ese momento, pero no se iba a dejar doblegar. Su cuerpo se volvió líquido plata antes de que el látigo pudiera ejercer más presión.

La criatura de alas doradas, en respuesta, se acercó a ella como un rayo y explotó en miles de cristales líquidos intentando cercarla, pero la joven ágilmente lo esquivó entrando a una casa abandonada cuyas ventanas estaban abiertas.

En aquel instante ella deseaba con todas sus fuerzas que aquello acabara. Estaba exhausta. Ya no quería que la persiguieran. No podía ni siquiera escapar de sí misma y su juez personal.

Cerró los ojos por un momento sintiendo la luz lunar bañar su rostro en una caricia consoladora y triste. "Si pudiera volar a las estrellas" pensó con amargura. De repente se daba cuenta de que las estrellas eran las únicas en ese mundo que eran testigos innegables e inalcanzables, pues nadie podía perjudicarlas mientras, desde lo alto, ellas veían cómo los semimortales y mortales pobladores de Imma eran ejecutados o castigados severamente.

Entonces el de alas doradas provocó el estruendo que marcaría su siguiente paso. Dio un salto ligero que la propulsó a la esquina opuesta de la habitación y salió disparada lo más lejos que pudo. Sus pies adquirieron la capacidad tan especial de sus alas para volar y pronto ya estaba lejos de la casa, corriendo colina abajo.

El paisaje a su alrededor comenzó a transformarse en una manta uniforme de ruinas abandonadas e invadidas por los pobladores legítimos de la tierra: enredaderas, flores y malas hierbas que intentaban dibujar la gris monotonía de un monótono verde. Esta vez no paró por más que sus latidos resoplaran del cansancio y sus piernas ardieran después de cada pisada.

—¡No te puedes escapar! —escuchó sobre su cabeza, pero no se atrevió a mirar hacia arriba. Las alas doradas de su contrincante cortaban el aire con cada batida; era cuestión de un instante para que por fin diera con ella— ¡Ríndete!

"No" pensó ella, en cambio. Esa misma determinación que la movió a pensar eso, se encargó de mover sus piernas con mayor rapidez.

El problema era que aquella noche ninguno de los dos tenía planeado ceder, ¡lástima que la determinación del de alas doradas sería más fuerte esa vez! Y sin más, una estaca dorada cruzó el pecho de la joven como si atravesara una tela, desgarrando su corazón de cristal plateado.

Ella soltó un alarido y cayó al suelo rodando. Ningún golpe cuesta abajo se comparaba con el dolor que dominaba su corazón.

El de alas doradas esperó a que el cuerpo parara con una paciencia que no concordaba con su prisa anterior. Por dentro saboreaba ávidamente su victoria frente a seres como la chica que tenía bajo sus pies.

O al menos eso quería pensar.

Pronto lo único que se escuchaba era el aleteo de sus alas. Ella había chocado contra la raíz naciente de un árbol encorvado por los nakere; sus hojas le daban una sombra al delicado cuerpo de la criatura, como si intentara protegerla de lo que se avecinaba.

Él sonrió al descender. Tanto tiempo de persecución había rendido frutos. Se hincó junto a ella sin titubear y dejó que su mano tomara al blando y frágil luchador, pero el corazón de la joven de plata hacía el último esfuerzo por resistirse a las garras de aquel intruso. No tenía intención de abandonar su cómodo lugar en el pecho de la de alas plateadas.

—Ven, pequeño. Ahora me perteneces —murmuró con su voz ronca y apagada.

El corazón se resistió un poco más antes de dejarse llevar.

La sonrisa de él, en su rostro de facciones marcadas, se ensanchó al sentir el calor recorrer la palma de su mano. Se quedó inmóvil al tiempo que la sangre plateada se combinaba con la suya. Entonces sacó la estaca de oro del pecho de la chica y la encajó en su propio pecho para introducir el corazón de plata. Era un ritual algo grotesco, pero era necesario para dar el siguiente paso.

Respiró hondo, tratando de recobrar la compostura, percibiendo un nuevo peso en su pecho que no lo dejaba abandonar su lugar.

Esperó.

Y cuando sintió que regresaba en sí, tomó el cuerpo de ella, que parecía yacer sin vida, y voló hacia el infinito cielo con la satisfacción de un triunfador.

 

Lazos de Oro y Plata: Leyenda De Oro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora