Daisy

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Tenían siete años cuando todo ocurrió.

La madre de los hermanos, diría más tarde que el asesino fue por sus hijos por edades.

Erlinda Hawthorn no tenía conflicto con nadie en el vecindario. Era buena con los vecinos, sacaba al perro a sus horas y, en dado caso de que este llegara a defecar, recogía la mierda de su perro. Llevaba sus residuos hasta los contenedores correctos y hasta reciclaba lo que debía ser reciclado.

Más tarde, le diría a la policía, que no entendía por qué existía tanta maldad en el mundo. Ella culpaba a todo el vecindario. Sí, ella culpaba a cada uno de los vecinos. Decía que tenían envidia de ella. Con niños hermosos y una linda casa y el marido ni se diga. Perfecto. Como un Channing Tatum de su edad: cuerpo marcado, ojos grises, sin barba y un buen culo; en la cama no se diga nada. Era bueno en eso, sí. A veces, en las noches, le daba miedo de que sus niños la escucharan mientras hacían el amor.

--¿Papi te hizo daño, mami?-le habría preguntado Daisy si hubiera prestado un poco más de atención

Ella respondería con un simple: No, cariño. Solo estábamos jugando un poco. Eso es todo.

Aquellas noches antes de que eso hubiera pasado, ella había arropado a sus niños como de costumbre, con un beso en la mejilla y otro en la frente. Cuando salió de la habitación sintió un frío que le hizo correr de nuevo a su cama, vacía. El Sr. Hawthorn no estaba ese día.

Daisy, por esas noches miraba la ventana y el cielo nocturno la embriagaba con las miles de estrellas que nacían entre la oscuridad. Todas las noches, a decir verdad, miraba de reojo hacía la ventana, esperando ver entre las ramas del árbol al gato negro que lo observaba a veces antes de dormir.

Ese gato. Siempre le había encantado la manera en la que se posaba en la rama que estaba a lado de su ventana, meneando su cola y, de vez en cuando ronroneaba para que le dejara entrar.

En una ocasión ella lo había dejado entrar, mientras su hermano dormía para que no dijera nada a mamá. Pero a los pocos minutos, el gato la empezó a tratar de arañar y de morder, así que lo tuvo que sacar por su mal comportamiento.

Lo que nadie sabía, es que aquel gato sería el único testigo de lo que había pasado esa noche.

Las ramas de el árbol se balanceaban y Daisy seguía mirando hacía el cielo y esperando de nuevo la llegada del gato (que nunca más había dejado entrar desde que le había dejado ese arañazo en el brazo).

Daisy suspiró, decepcionado al no ver al gato entre las ramas del árbol que estaban a lado de la ventana y se acostó entre las sabanas frías y la oscuridad.

Se escuchaba el rechinar de las tablas y el sonido de las hojas al caer por el otoño que se veía próximo. Daisy nunca había tenido miedo a la oscuridad, al igual que Donovan. El problema con Donovan con la oscuridad empezó esa noche, cuando miró todo lo que pasaba.

Cuando el gato se coló entre las ramas, Donovan estaba despierto, mirando anonadado hacía la ventana. El gato tenía unos ojos amarillos que parecían brillar en la oscuridad, y su cabeza giraba de un lado a otro, como si estuviera asechando a un ratón. Para él, parecía como si se estuviera burlando.

Miró a ambos lados de su cuarto. El lado de Daisy era el que más luz tenía; el farol de la calle alumbraba en tonos naranjas y amarillos. Daisy estaba acostada, con los ojos abiertos mirando hacía la sombra que proyectaba el árbol cuando empezó a llorar.

En su mente, Daisy imaginaba sin cerrar los ojos las escenas que harían terminar con su vida esa misma noche.

Daisy... Daisy. ¿Por qué no quieres jugar? Sonaba la voz gatuna esa vez.

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⏰ Última actualización: Jan 22, 2016 ⏰

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