No eran de tristeza sino de frustración las lágrimas que se desprendían de sus dos ojos oscuros, que mojaban esas largas pestañas y creaban ríos en sus mejillas.
-¿Tú crees en la justicia, Dominique?- le preguntó con dolor, con el corazón roto, como si lo cargara en la mano y se lo lanzara a los pies para hacerle saber cuánto la había hecho sufrir.
Él no contestó, no la abrazó, no la consoló. Sólo miraba aquel desgarrador espectáculo entreabriendo los labios para expulsar un suspiro pesado, que revelaba la culpa que ahora sentía.
-Porque es totalmente injusto que las escojas a ellas sobre a mí. Dijiste que mis problemas, mis enredos, mis traumas unidos a los tuyos acabarían con ambos... pero míralas a ellas, destruyéndose cada una a su manera y aún así siendo amadas por ti.
Dominique seguía en silencio mientras Jena se torturaba con pensamientos que decían que ella nunca sería suficiente. Ni ella lograba entenderlo: se culpaba a sí misma pero también lo culpaba a él. Ambos estaban tensos, conscientes de que en medio de esas cuatro paredes, sobre esa cama de madera, solo habían dos almas rotas expresando, después de tanto tiempo, aquello que los convertía en esclavos: los reclamos, el orgullo, el sufrimiento que ocultaron para aparentar estar bien cada uno por su lado. Jena no dejaba de llorar, y es que su tristeza había tomado su cuerpo, como una rebelión de los sentimientos que había encarcelado todo ese tiempo. Dominique, por su parte, estaba muy confundido: quería a Jena, claro; pero una relación con ella no era lo que lo haría feliz.
Un suave y tierno "cálmate" fue lo único que Dominique atinó a decir y como si le inyectaran un sedante directo al cerebro, Jena dejó de llorar lentamente, pues sabía que él lo decía en serio y que eran reales sus ganas de verla tranquila. Cuando unos minutos después la habitación se empezaba a tornar acogedora y la densidad del ambiente se iba desvaneciendo, Dominique se acercó a Jena, la tomó entre sus brazos para hacerle saber que aunque no seguían siendo los buenos mejores amigos que siempre fueron, ella aún era especial para él porque, después de todo, Jena seguía teniendo esa linda sonrisa y era capaz de conseguir un tema de conversación a las 3:49 am... Y esas cosas a él le encantaban. Ella se aferró a él, amándolo como siempre y odiándolo como nunca.
-Lo siento- dijo Dominique dándole un beso en la frente mientras ambos se abrazaban aún con más intensidad.
El calor de ese gesto y el resplandor de la tarde los hizo recordar cuánto realmente se querían. Despacio, como si esperaran el crepúsculo, empezaron a besarse. Lo dicho hace unos momentos quedaba olvidado en medio de aquel ritual de falso amor.
No podían haberse sentido más felices en sus vidas: se amaron, sus pieles se tocaron, sus sexos se fusionaron, sus corazones palpitaron al unísono. Todo por una hora... Una hora en la que parecía que la eternidad no era molestia, que el mundo era para ellos dos y que el arte era eso, el sentimiento que los movía a perderse entre las sábanas y el sudor.
Ya entrada la noche, después de besos, caricias, risas y reconciliaciones, Dominique tuvo un pequeño ataque de pánico; o de lucidez, podría decirse.
-Jena, es hora de que te lleve a casa- le dijo sin imponérselo, pero tampoco consultándolo. A ella no le importó volver a casa porque su emoción inundaba sus sentidos: estar con el hombre que amaba, al fin, después de tanto sufrimiento. "Tal vez... Solo tal vez el amor sí existe. Y tal vez lo acabo de encontrar" pensaba ilusionada. Se vistieron rápido y bajaron las escaleras del hotel en el que estaban, se subieron al auto y mientras Dominique conducía sereno, escondiendo el remordimiento que lo consumía, Jena cantaba a todo pulmón las canciones de The Smiths que se reproducían en el convertible de Dominique. Veinte minutos después, Jena estaba en la puerta de su casa con el corazón devuelto a su pecho, con los pulmones llenos de aire nuevo.
Antes de dejarla ir, Dominique la besó por última vez. Cuando escuchó la puerta cerrarse, emprendió su rumbo a casa y empezó a maldecirse por lo que acaba de hacer.
Esa noche mientras Jena revivía en su mente los momentos tan plácidos que había tenido, Dominique recibía una llamada a la cual respondía con monosílabos acompañados de sobrenombres. "Amor", "bebé", "cariño", le decía, "yo tampoco puedo esperar a verte mañana".