¿Cuántas centurias habían pasado desde que alguien había tocado a mi puerta? No podía decirlo con certeza. El tiempo no corría en donde me encontraba prisionero. Dentro de las paredes de aquel lugar, una antigua fortaleza de principios del siglo XI, purgaba mis pecados por la eternidad, ese era el precio.
Aunque la libertad estaba a un paso fuera de mi puerta, si mi alma enloquecía, si ese quiebre se producía, solo tenía que dar aquel paso y mi cuerpo recibiría el peso de todos los siglos que se le habían negado, y se convertiría en menos que polvo en unos segundos. Sabía que esa era mi salida, pero había comprobado que el alma humana podía ser sorprendentemente persistente y la mía se había resistido a la mordida de la locura en una aceptación absoluta de mi destino.
Escuché los golpes de nuevo, más apremiantes esta vez. Mi fortaleza estaba rodeada de una barrera que impedía el acceso de todo tipo de criaturas, principalmente para su protección y así evitaran el encuentro con el demonio encarnado que aguardaba siniestro a la espera de algo que devorar, esa era más o menos la descripción que habían dado de mí en aquel juicio. Los grandes maestros de artes ocultas me habían considerado un alumno aventajado y excepcionalmente dotado. Lo era.
A los 16 años ya había develado los secretos de la alquimia y la piedra filosofal no supuso gran reto para mi, de hecho fue más bien problemático, ya que la codicia por el oro corrompió el corazón de varios de mis tutores. Pero yo quería algo más, algo demasiado arriesgado, demasiado atrevido, los humanos no podíamos intentar ser dios, no podíamos desafiar a la muerte, no podíamos revolverle las entrañas y robarle una presa. Crucé el límite y no se me iba a perdonar. Era demasiado poderoso y todos me temían por eso. Había desafiado a la naturaleza, a Dios, lo sagrado e intocable, abrí la puerta hacia lo desconocido y lo que se asomó a nuestro mundo no puede explicarse en lenguaje humano. Había sido mi responsabilidad y la muerte no era suficiente para compensar. Fui desterrado del mundo, de la vida, de la muerte e incluso del tiempo. Todo solo por curiosidad. Ahí estaban los golpes otra vez, aunque más apagados.
Sorprendido aún después de tantos siglos de experiencia, recorrí el amplio salón de piedra pulida, de enormes ventanales y alfombras persas, hasta la entrada y abrí la puerta desde una distancia prudente, con un ligero movimiento de mi índice. La luz de un ocaso naranja entró junto a un dulce perfume de tierra y pasto mojado de rocío que pronto se contaminó de olor a óxido y salinidad de sangre humana. En ese instante, un cuerpo se desplomó hacia adentro, era una criaturita humana, una niña de 14 o 15 años que llevaba el cuerpo cubierto de heridas aún abiertas, además de quemaduras supurantes. Respiraba con dificultad, como si tuviera las costillas rotas o los pulmones llenos de líquido, o quizás ambas.
Mis conocimientos médicos detectaron que no le quedaba más de una hora de vida, incluso menos. ¿Qué iba a hacer yo con ese cachorrito humano que llegaba a morir a mi puerta? Las opciones eran tres: dejarle morir (como era lo natural en el ciclo de la vida), ayudarle a morir (que era lo más compasivo, dada su agonía) o…mi conciencia culpable gruñó una advertencia. No podía ir contra los designios sagrados de nuevo, no podía interferir en el destino, esa era la razón que me había hecho aceptar este castigo.
* * *
- ¿Lucian?...¿Lucian?- la voz se hacía apremiante, con una nota de angustia a medida que me llamaba. – ¡Sé que me escuchas! ¡Quiero que me traduzcas esto! ¡¡Lucian!!- demandó.