Invitemos a Michael

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El apartamento, ubicado a cinco o seis cuadras de la oficina, era de lo más cómodo a que podíamos aspirar. La dueña era amiga de una amiga de Luke cobraba lo habitual por el cuarto: 20 dólares la hora si solo se usaba el ventilador; treinta, si se encendía el aire acondicionado.

Pero el principio de esta historia no debe ser el momento en que Luke me dijo "ya tenemos donde ir, di tu que día te conviene", tocándome otra vez delante de todos, haciendo que lo oliera, mirándome, la lengua rozando sus labios, tan procaz, tan, cómo no decirlo, puto. El principio fueron esas miradas de Luke, tal vez también las mías, no sé. Hubo siempre entre los dos una manera de jugar que, al menos en mi caso, en un inicio fue inevitable como inocente. Me gustaba (a todos nos gustaba: alto, atlético, rubio, flexible a pesar de sus 25 años, radiante aun en sus días de mal humor), pero mi atrevimiento tenía como único sostén su propia esterilidad (lo que yo juzgaba como esterilidad). Casada yo, casado Luke, me parecía evidente que aquellos juegos se establecían en los límites de la inocencia. Él era, además, el codiciado: lo miraban las jefas, las visitantes, las jóvenes recién llegados a la Empresa, las esposas de sus propios amigos.

A pesar del brillito con el que se decoraba la sonrisa, me divertían sus respuestas, su afán por acudir siempre a salidas que parecieran más inteligentes que las mías (su risa triunfadora, "Ay ______, no sé para qué me buscas la lengua si al final te pones colorada"). Aquellas pláticas me aliviaban las horas de oficina, los papeles interminables, el mal humor crónico de quienes me rodeaban...

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⏰ Última actualización: Jan 11, 2016 ⏰

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