Noah

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Aquella música me atrajo como si fuéramos polos opuestos de un imán. Temiendo que la canción se terminase decidí que no había tiempo para bajar las escaleras y dirigirme a la puerta principal; así que decidí que saldría por la ventana. Es algo que había hecho montones de veces, ya que justo a la derecha de mi ventana había un árbol con unas ramas lo suficientemente gruesas como para soportar mi peso.

Me dirigí a la ventana abierta, y me asomé. La brisa traía consigo las notas de Claro de Luna, que sonaba calmada invitando a todos los oídos a acercarse y a escuchar. Sin perder más tiempo me senté en el marco y salté hasta aquella rama a la que estaban mis pies tan acostumbrados. Una vez allí solo tuve que abrazar el fino tronco y dejar que este me dejase en el suelo, donde me sacudí las manos para intentar despegar la savia.

Para cuando me encontraba en la plaza, la canción estaba ya llegando a su fin. Allí, detenida en el centro miré en todas direcciones intentando ubicar la canción, que empezaba a morirse, pero el sonido de los coches y del viento, estorbaban y no lo conseguí. Pude oír el último eco de la canción retumbar en mi mente mientras yo seguía allí quieta y sin saber qué hacer. Me abracé los brazos. Estaban húmedos.

Sólo entonces me di cuenta de que estaba lloviendo, y de que yo estaba empapada.

«Bueno —dije para mis adentros— parece que ya no hay nada que hacer: mala suerte.» Con un suspiro me alcé la capucha y empecé a dirigirme hacia mi casa.

  — Estas empapada.

Me giré. Y me encontré con un chico alto cuyo rostro quedaba escondido bajo un paraguas verde. Detrás de él, el cielo era gris, y parecía que su paraguas fuera el único color no monótono.

— ¿Cómo? —pregunté perpleja. Nunca antes había visto a ese chico.

—Tu ropa, y tu pelo... estás mojada. —dijo señalándome con un fino y largo dedo. —¿Vives por aquí cerca, verdad? 

—Sí... ¿C-cómo lo has...?

—Ah, porque vas con calcetines, sólo por eso. Si no te pones unos zapatos te constiparás; vamos, te acompañaré a mi casa; creo que calzas el mismo número que mi hermana y sus zapatos podrían irte bien. Luego me dices donde vives y te acompaño; así, no te mojarás... más todavía. —se apartó el paraguas dejando a la vista su rostro. Me sonrió, y me invitó a resguardarme de la lluvia con su paraguas verde. —Me llamo Noah. 

Me lo quedé mirando unos segundos, antes de aceptar su oferta y decir:

—Gracias Noah. —le dije. Aunque no sonreí, porque todavía estaba  demasiado confundida con lo que estaba pasando. Empezamos a caminar. Podía volver a oír la melodía de Claro de Luna en mi cabeza.

—¿Cómo te llamas tú? No te he visto nunca por aquí.

—Me llamo Autumn... Jade...—sacudí la cabeza para aclararme — Mi nombre es Autumn, pero la gente me suele llamar Jade por el color de mis ojos.

—Pues no deberían: porque Autumn es un nombre precioso y, si no te importa, yo te llamaré así.


Después de unos incómodos minutos en silencio, nos detuvimos junto a una casa.

—Es aquí —dijo.

Nos resguardamos en el pequeño porche de la entrada mientras Noah cerraba su paraguas y abría la puerta que hizo un leve chasquido al levantarse el pestillo.

—Pasa —me dijo sonriente, desde el umbral.

Justo al otro lado habían unas pequeñas escaleras de madera que bajaban hasta lo que parecía ser un comedor muy acogedor. Al alzar la vista vi que justo encima de mi cabeza había una barandilla de lo que entendí que sería el primer piso. 

Pero eso no fue lo que más me llamó la atención: justo al otro lado, apoyado delante de las escaleras de la primera planta, había un perfecto piano de cola de un brillante color azabache con una pulida capa de barniz por encima...

—Noah. —dije, mientras me acercaba al instrumento lentamente.

—¿Decías? —fui vagamente consciente de que había asomado la cabeza por la barandilla, y de que no recordaba haberle visto subir.

—¿Tocas el piano? —toqué la superfície con mucho cuidado, como si fuese un animal asustado que estuviera intentando calmar.

—Ah, si. —él ya volvía a estar a mi lado, con unas zapatillas negras que tenían una línea fosforescente a un lado. —Aquí tienes. ¿Nos vamos?

Cogí los zapatos, sin apartar la vista del piano. Miré el reloj: no habría nadie en mi casa hasta dentro de una media hora.

—Bueno... en realidad me preguntaba si podrías tocar el piano para mí. Solo será un ratito.







Melodias de un psicópataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora