Capítulo segundo

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He conocido en mi vida a muchos militares. He conocido a mariscales, generales, voievodas y atamanes, triunfadores en numerosas campañas y batallas. He escuchado sus narraciones y recuerdos. Los he visto inclinados sobre mapas, dibujando en ellos líneas de diversos colores, haciendo planes, pensando estrategias. En estas guerras de papel todo rodaba, todo funcionaba, todo estaba claro y en un orden ejemplar. Así debe ser, explicaban los militares. El ejército es sobre todo orden y reglamento. El ejército no puede existir sin orden ni reglamento.

Por ello resulta todavía más extraño el que la guerra de verdad —y he visto unas cuantas guerras de verdad—, en lo que se refiere a orden y reglamento, recuerde hasta él aburrimiento a un burdel en llamas.

                                                                                                                                 Jaskier, Medio siglo de poesía

El agua clara como el cristal del Cintillas se derramaba por los bordes del salto en un arco suave y perfecto, la cascada susurrante y espumosa caía entre rocas tan negras como el ónice, se quebraba sobre ellas y desaparecía en un blanco remolino desde el que se vertía en una amplia poza, tan transparente que se veía cada guijarro en el multicolor mosaico del fondo, cada trenza verde de las algas que ondulaban en la corriente.

Ambas orillas estaban cubiertas de una alfombra de centinodias, entre las que se elevaban los mirlos de río, presentando orgullosos sus blancas chorreras en el cuello. Sobre las centinodias los arbustos mudaban entre verde, bronce y ocre en un fondo de abetos, ofreciendo el aspecto de ser plata en polvo derramada.

—Ciertamente —suspiró Jaskier—, es bonito.

Una enorme trucha asalmonada intentaba saltar sobre el borde de la catarata. Durante un segundo estuvo colgando en el aire, tensando las escamas y agitando la cola, luego cayó pesadamente entre un remolino de espuma.

Una cinta bifurcada de rayos cortó el cielo oscurecido hacia el sur, un trueno lejano rodó con sordo eco a lo largo de la pared del bosque. La yegua baya del brujo bailoteó, dio un tirón con la testa, mostró los dientes, intentando escupir el freno. Geralt sujetó con fuerza las riendas, la yegua retrocedió con un bailoteo, los cascos resonaban sobre las piedras.

—¡So! ¡Sooo! ¿Has visto, Jaskier? ¡Maldita bailarina! ¡Perra madre, a la primera oportunidad me libro de este jamelgo! ¡Así la diñe que lo cambio aunque sea por un burro!

—¿Prevés pronto tamaña posibilidad? —El poeta se rascó el cuello, que tenía escocido por las picaduras de los mosquitos—. El silvestre paisaje de este valle produce, en verdad, una incomparable impresión estética, pero para variar preferiría contemplar alguna menos estética taberna. Pronto hará una semana que llevo admirando románticas naturalezas, paisajes y lejanos horizontes. Añoro los interiores. Sobre todo aquéllos en los que se sirven alimentos calientes y cerveza fría.

—Todavía habrás de añorarlos por algún tiempo. —El brujo se volvió en la silla—. Puede que alivie un tanto tus sufrimientos el saber que también yo añoro un poco la civilización. Como sabes, estuve en Brokilón exactamente treinta y seis días. Y noches, en las que la romántica naturaleza me congelaba el trasero, me reptaba por las espaldas y me depositaba rocío sobre las narices... ¡Sooooo! ¡Maldita sea! ¿Terminarás por fin con tu rabieta, maldita yegua?

—Los tábanos la están picando. Los bichos se han puesto tozudos y sedientos de sangre, como suele pasar cuando hay tormenta. Está tronando hacia el sur y los relámpagos cada vez están más cerca.

—Ya me he dado cuenta. —El brujo miró al cielo, al tiempo que sujetaba al inestable caballo—. El viento también es distinto. Sopla desde el mar. El tiempo está cambiando, creo. Vamos. Azuza al cebón ése de tu castrado. 

V Bautismo de fuego  Geralt de RiviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora