Prólogo

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Aquí estoy, delante de la bestia, la central nuclear de Chernóbil. Brillante bajo la luz del sol está el inmenso protector de acero que ahora sepulta a la unidad 4. Sé que no debo permanecer mucho tiempo ya que la radiación es un veneno acumulativo, pero como voy a estar una media hora, sólo me llevaré de aquí una dosis inferior a una radiografía del tórax.

Es un riesgo asumible, todo gracias a que estoy a unos quinientos metros del reactor y éste se encuentra rodeado por aquella armadura de cemento —de hasta seis metros de grosor—, que contiene el material que hay dentro y frena las radiaciones. A esa coraza la llaman el sarcófago de Chernóbil, y si no fuera por ella, estaría frito por las radiaciones. Porque lo que duerme dentro de ese edificio es el veneno más poderoso que ha creado el hombre.

En la Tierra existen de forma natural esos materiales, pero en 4.500 millones de años de Historia, la mayoría ha ido degradándose y perdiendo su capacidad letal. El hombre, en el siglo XX, aprendió a crearlos de nuevo. Y ahora no sabe qué hacer con ellos. No hay manera de disminuir su potencia, de transformarlos o de eliminarlos. Sólo se los puede mantener a buen recaudo y alejarse.

Eso es lo que pasa exactamente en este lugar, testimonio del fracaso del uso pacífico de la energía nuclear. Cuando el 26 de abril de 1986 reventó el reactor se produjo un incendio que durante diez días lanzó a la atmósfera el equivalente en radiación a quinientas bombas como la de Hiroshima. Miles de hombres se jugaron la vida intentando contener las llamas.

Después, estuvieron siete meses tapando el reactor con cemento y acero hasta concluir la tarea, el 30 de noviembre de 1986. Un total de trescientos mil hombres trabajaron en la obra. Con trajes protectores y máscaras antigás, los llamados «liquidadores», hicieron los trabajos de perforación que se llevaron a cabo para colocar las vigas de refuerzo en el interior del endeble sarcófago de hormigón, una estructura construida apresuradamente tras la explosión para aislar los escombros radiactivos del reactor cuatro. Su función fue mantener en pie la estructura hasta que se construyera una nueva. La radiación en el interior era, es y será tan elevada que no se podían realizar turnos de más de quince minutos. Y todo lo que consiguieron fue sólo amordazar a la bestia, no dominarla. El sarcófago de Chernóbil está obligado a ser más imperecedero que las pirámides de Egipto.

Y este sarcófago ya está viejo. Está agrietándose y, atacado por el frío y la lluvia ya es una deteriorada cripta de hormigón y acero que amenaza con desplomarse. Fue construida a toda prisa y debido a esta mala construcción ha desarrollado fisuras por las que escapa parte del polvo radiactivo. Fue construido en unas condiciones de pesadilla. Los obreros permanecían allí muy poco tiempo expuestos a intensa radiación. Muchas tareas se hicieron a distancia y los ingenieros no pudieron calcular bien las estructuras. Ni siquiera se pudo valorar qué daños habían sufrido los pilares del edificio sobre el que se colocaron las toneladas del sarcófago. Se calculó que aguantaría entre veinte y treinta años, y ya estamos ahí. ¡Vaya!

Ahora, hay un proyecto internacional para construir una nueva armadura. Se trata de una tapadera de acero, capaz de albergar cuatro campos de fútbol, que será la estructura móvil más grande jamás construida. Aunque las obras llevan un retraso de años, el presupuesto se ha duplicado y ahora mismo no hay dinero. Las donaciones del G-7 y la Unión Europea no cubren los gastos.

Es un poco dramático que el nuevo sarcófago no haya empezado a construirse. Además, hay otras instalaciones retrasadas, como la planta de tratamiento de residuos, el almacén de residuos líquidos y el almacén de combustible gastado. Estamos angustiados. Además, en la planta no sólo está el dañado reactor número 4, sino un almacén que alberga miles de toneladas de combustible gastado, mucho más tóxico que el original.

El nuevo sarcófago será sólo un paraguas que lo protegerá de la lluvia y el sol, pero que no impedirá que siga saliendo polvo radiactivo, que es precisamente lo que hace que los niveles sigan altos aquí. El nuevo proyecto sólo será una solución provisional para cien años. ¿Y luego? «Ya habremos muerto para entonces, que se ocupen otros». Seguro eso responden los gobernantes.

La vida en Pripyat llegó a un estremecedor final. Antes del alba del 26 de abril de 1986, a menos de tres kilómetros al sur de lo que entonces era una ciudad de cincuenta mil habitantes, orgullo soviético, el reactor número cuatro estalló. Fue el peor accidente nuclear que ha conocido el mundo. Treinta años después los intentos del hombre por recuperarla fueron en vano, la naturaleza y los Radioactivos reclamaron su territorio: Pripyat y la zona de exclusión; y como se puede comprobar, la Zona de Exclusión es sólo una línea en el mapa. La radiación está tanto dentro como fuera de ella, espolvoreada desigualmente, como una perversa lotería atómica.

Aquella infraestructura construida en el año setenta junto con la ciudad, con cuatro enormes reactores carentes de materiales ignífugos, se incendió la noche en que un grupo con alrededor de veinte hombres ingresó. Fue entonces que el techo de mil doscientas toneladas del segundo reactor con forma de hiperboloide de una hoja se destruyó, consecuencia de la explosión, provocando un incendio en la planta y una gigantesca emisión de productos de fisión a la atmósfera. Por segunda ocasión. A pesar de los quince años de inactividad de la central, ésta aún contenía decenas de toneladas de combustible nuclear y otros metales que comenzaron a arder debido a las altas temperaturas impulsando humo radioactivo en un efecto chimenea por todo el estrellado cielo. Y, por ende, contaminando de nuevo toda la zona norte de Ucrania y gran parte del territorio bielorruso.

Como en el mito clásico, con la energía nuclear conseguimos el secreto del fuego. Pero ya se sabe cómo pagó Prometeo su hazaña: fue condenado a vivir encadenado a una roca. La nuclear tiene algo de prometeico. También nosotros hemos quedado encadenados a nuestro legado radiactivo. Nadie sabe qué hacer con la basura atómica. Hay tarea para siglos. Y aunque lo logremos, ¿Luego qué? ¿Encontrar una manera de cómo regresar toda la radiación ya liberada al reactor? Ya no se puede hacer más nada por ello. Porque todos ignoran al enemigo invisible e incorpóreo: la radiación.



Radioactivos III: Radiación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora