Abrí los ojos y di unos pasos hacia fuera. Los pequeños copos caían sobre mi cabello y mis hombros como una escarcha muy leve. Extendí los brazos en una especie de lluvia de júbilo interna. Mis pies descalzos no sentían frío. Me sentía feliz, por primera vez en mucho tiempo era feliz. Todo allá a lo lejos, hasta donde mi vista alcanzaba a ver era blanco. Un llano blanco con pinos muy altos, blancos también. Sin sol brillante pero con mucha luz. Tanta, que todo era de un blanco resplandeciente, casi fluorescente, como si cada cosa, el suelo mismo cubierto de nieve, tuviera luz propia.
Como si todo fuera pura energía fluyendo libremente por todas partes.
No sabía por que milagrosa razón. Pero aquel dolor que me aquejó durante tantos años, ahora simplemente había desaparecido. Los dedos de las manos podía encogerlos y estirarlos como cuando tenía veinte años menos, doblé las rodillas y bajé casi hasta el suelo, me sentía de maravilla. Tomé aire en una respiración ancha y gomosa pero sin obstrucciones.
Entonces noté algo que me preocupó.
Mi ropa era muy escasa, apenas un pantalón de gabardina doblado un poco hasta abajo, una camisa de manga larga azul con líneas en gris, también arremangada. Como podía estar sobre la nieve con copos cayendo sobre mi, sin sentir nada de frío?
Entonces un conejo blanco apareció junto a mi, como si hubiese salido de la nada. Un conejo grande, esponjado y gordo.
Sus ojitos rojos tenían un brillo muy marcado, como si estuviese con lágrimas contenidas todo el tiempo. Se sentó sobre sus patas traseras sin dejar de mirarme.
Entonces con voz muy aguda me dijo:
Que? No te has dado cuenta?
De que?, respondí, casi sin creer que le estaba hablando a un conejo.
Estas muerto.