.

10 1 0
                                    


  Su mirada se fundía en el horizonte del mar, donde el cielo y el océano se hacen uno solo. Yo me acerqué con lentitud a su espalda. Su piel blanca deslumbraba aun más bajo la luz del caliente sol. Su talle, su cadera, su cintura, eran invitaciones a acercarse sonambulamente, seductoramente.

Con el aliento a medias, sin fuerza, sin voz.
La voluntad me abandonó con unos pasos dados sobre la arena. Las olas dejaron de moverse. Las gaviotas callaron.
Ella se volvió a mirarme. Oh Dios, es tan hermosa ¡
La perfección de sus hombros terminó de bloquearme los sentidos, sus labios gruesos, se llevaron lo que quedaba de mi cordura.
Cuando su mirada y la mía estuvieron conectadas, ya no supe de mi. Un ligero hormigueo subió por mis pantorrillas hasta la nuca. No me importaba nada. No deseaba nada.
El hormigueo se convirtió en dolor paralizante. No me fue posible estirar la mano para tocarla, al menos.
Me abandoné, no podía luchar contra eso. Era más fuerte que yo.
Antes de entregarme, me permití mirarla por última vez.
Si no podía hacer nada para evitarlo, me llevaría su recuerdo. Aquella mirada furiosa de sus verdes ojos. De un verde profundo. Los parpados ahora me pesan tanto. Parpados de ladrillos, ladrillos de plomo. Plomos de mis deseos más callados. Es tan bella. Tan perfecta. Lo único que cambiaria de ella, tal vez, y solo tal vez, serían las serpientes sobre su cabeza.   

FlechazoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora