EL FORASTERO
El forastero llegó a la aldea en un día gris y plomizo, un día que amenazaba tormenta e invitaba a entrar en casa, buscar mantas y sentarse a contemplar las llamas de la chimenea.
El forastero vestía una túnica de guerrero tan sucia que no se adivinaba su color original. La falda llegaba hasta sus rodillas y sus piernas y sus botas de cuero duro estaban cubiertas por una costra de barro seco. Llevaba un capote con los bordes negruzcos y deshilachados, plagado de sietes y jirones. Era un hombre alto y delgado, pero tenía hombros rocosos y piernas y brazos fuertes. De su cadera colgaba una espada larga y recta, con un mango tan grande que podría ser tomada a dos manos, envainada en una funda de cuero y metal. Tenía también una daga para la mano zurda y un cuchillo montero. La capucha estaba bajada y el forastero dejaba al aire libre su rostro cuadrado y pálido, con ojeras pronunciadas y líneas de tensión nacidas de los peligros y penurias que menudeaban en su vida azarosa. Tenía el pelo negro, corto y desastrado, y unos ojos severos, también negros como el ala de un cuervo o el fondo de un pozo, brillantes por el fuego de la ira. En ellos también había una luz enferma, hija de la fiebre y la debilidad.
Caminaba con paso vacilante, como si estuviera borracho, por las calles de la aldea. Se agarraba el costado derecho, oscuro por una mancha húmeda. La sangre le caía por las piernas y goteaba desde la punta de la espada envainada.
Sus piernas temblaron y tuvo que agarrarse a las grietas de una de las casas de piedra. Su rostro blanco, casi azul, se arrugó por culpa del dolor. Se miró el costado rezumante de sangre.
—¡Aldeanos! —gritó—. ¡Auxilio para un herido! ¡Prometo no haceros daño! ¡Solo quiero agua y comida y me marcharé al bosque!
Nadie le contestó. Los rostros de las ventanas eran sombras que huían cuando él los miraba. Nadie abrió la puerta ni salió al barro de las calles.
—¡Fuera! —gritó alguien—. ¡Márchate!
—¡Solo quiero comida, agua, una venda e hilo para coserme yo mismo la herida! ¡En cuanto me lo deis me iré al bosque!
—¡Fuera! —repitió otra voz.
El forastero golpeó una de las puertas. En otro momento la hubiera echado abajo de una patada, pero ahora estaba muy débil por toda la sangre que había perdido. Llamó a otra puerta, con el mismo resultado. Los cerdos de un corral le gruñeron y un asno rebuznó con voz chillona. Por lo demás, solo había silencio.
Tambaleándose y arrastrando los pies en el barro, se detuvo en el centro de la única plaza de la pequeña aldea.
—¿Dejaréis que muera como un perro? —les gritó.
Nadie respondió.
Soltó un reniego entre dientes, se arrebujó con la capa y echó a andar hacia el campo, seguido por decenas de ojos. Muchos respiraron con alivio cuando se perdió en la distancia.
La lluvia cayó antes de que pudiese llegar al bosque. Era un espectro, una figura trémula y vacilante, pero de algún modo logró mantener el tronco erguido y las piernas en movimiento. Sufrió una laguna en su memoria y cuando emergió de ella se encontró en el interior de la fronda, con la lluvia empapándole y chorreando desde su cabeza y hombros. Cayó en un charco y pensó que se moriría allí mismo, pero logró arrastrarse y llegar al tronco de un gran árbol muerto, con una oquedad lo bastante grande como para cobijarle. La limpió de inmundicia e insectos con una mano temblorosa y se metió dentro.